Domingo, 7 de marzo de 2010 | Hoy
Pasan los meses y los años en una gran ciudad: Nueva York. Un conjunto de cuentos arman una trama intimista en cuyos pliegues asoma el testimonio de la vida desencantada detrás del sueño americano.
Por Omar Ramos
Agosto
Mónica Flores Correas
Artepoética Press
198 páginas
Raymond Carver escribió: “Pienso que es bueno que en un relato haya un aire de amenaza, debe haber tensión, una sensación de que algo es inminente”. Habiendo escrito tantos excelentes relatos bajo la precisa consigna así enunciada, es obvio que sabía de lo que hablaba.
Los protagonistas de Agosto, libro de cuentos de Mónica Flores Correa –quien fuera corresponsal en de Página/12 en los Estados Unidos y vive actualmente en Nueva York–, son periodistas, dramaturgos, actrices, cantantes, médicos estadounidenses, latinoamericanos, incluso un eslovaco, residentes en ese país a quienes se les revela la presencia o intrusión de una amenaza interna –la muerte de un ser querido, la propia soledad, la dificultad de los vínculos afectivos- y la externa, la de una sociedad donde no hay lugar “para los inadaptados que se mancan en la carrera del éxito”, ni para el cuestionamiento a las leyes básicas del sistema que los cobija y también los amenaza con la expulsión perpetua.
Martina, la protagonista de “Julio”, se pregunta si es obligatorio en ese país el lavado de cerebro y, en “Enero”, Damek se cambia el nombre eslovaco por Adam como intento para asimilarse a la sociedad neoyorquina, pero a poco de andar reconoce que no tiene un hogar ni una patria ni siquiera con el nuevo nombre. Las voces críticas también se extienden a los ciudadanos de Estados Unidos en un cuestionamiento idéntico al que realiza por estos días un argentino medio: “Como todo el mundo en este país, a mi hija le importan sus derechos, no las obligaciones”.
Estos cuentos llevan por títulos los nombres de los meses de años distintos con historias que están ambientadas en los Estados Unidos a fines del siglo XX y en lo que va del XXI, configurándose en la mayoría de ellos, detrás de los conflictos psicológicos que plantean (en “Agosto”, que da título al libro, es la posible muerte del marido de Dominic, en “Julio” la de una gata, en “Abril”, las vivencias de un adolescente) la crítica acerada hacia un sistema de vida de un pregonado primer mundo y un sueño americano donde sólo cuenta la capacidad de lucro y la soledad de cada persona parece estar dentro de una campana. Claudia Schultz, la protagonista de “Julio”, reconoce que Nueva York pervirtió su generosidad de campesina, que los favores dispensados procuran sólo el beneficio propio, que ahora ella actúa por apatía moral y supervivencia “en la ciudad de Batman y las ratas”. Las confidencias de Claudia a su amigo Hiroschi, corresponsal de un medio extranjero, tienen como contexto una ciudad donde todos pasan, “los ciclistas, los patinadores, los joggers”, y son muestrarios de incomunicación, aislamiento y desinterés del prójimo.
En “Marzo” el narrador va más allá y se pregunta: ¿”Dónde está el corazón de Nueva York? ¿Será un síndrome neoyorquino esto de que muchos necesitan un amigo?”. Es en “Mayo” donde se relata precisamente una amistad entre Tricia, una dramaturga, y Evangeline, una iluminadora, y los vaivenes de ésta con su marido e hija, en el convencimiento de que nadie salva a nadie. En simultaneidad con esta historia se va construyendo otra, secreta y trágica, donde el deseo traspasa la barrera que separa el amor fraternal del incesto.
El tópico del racismo está latente en los relatos, y tampoco falta la diatriba hacia las medidas preventivas de dudosa eficacia después del atentado a las Torres Gemelas en 2001. La desconfianza, la sospecha e incluso el pánico a todo aquel que lleve un turbante o rasgos de árabe son rastros muy actuales que circulan por Agosto. Pero también son necesarias las medidas de seguridad “porque hay tipos de afuera o chicos en las mismas escuelas que vienen con fusiles y metralletas a matar a estudiantes y a maestros”. Esta alusión a lo externo no desdibuja el entramado psicológico de unos cuentos de registro realista, en algunos casos testimonial, cuyo estilo no es escueto ni opera por sustracción, por el contrario hay un recargo en los adjetivos y digresiones en la trama que no entorpecen mayormente la acción.
La observación de un Estados Unidos desmitificado tras las tramas de corte intimista es el mérito mayor de estos cuentos.
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