Domingo, 4 de julio de 2010 | Hoy
Tras los pasos de Dickens, una primera novela con huérfanos, delincuentes queribles y vecinos estrafalarios. El buen ladrón es una picaresca que queda a mitad de camino.
Por Mariana Enriquez
En un orfanato de Nueva Inglaterra administrado por monjes católicos, quienes se acercan en busca de niños para adoptar tienen muy claro lo que quieren: preadolescentes fuertes que puedan ayudar en la granja o bebés para criar como hijos. Los chicos que quedan en el medio no suelen ser requeridos, y mucho menos en el caso de Ren, que es delgado, aparenta menos de sus doce años y es manco. Llegó al orfanato cuando tenía días de vida y ya entonces estaba mutilado. Los monjes no saben qué le pasó. Tampoco cómo se llama: le dicen Ren porque ésas son las tres letras que llevaba bordadas en la ropa que lo vestía cuando fue dejado a las puertas del orfanato. Ren es inteligente y sensible, muy ansioso. Y consigue tranquilizarse, al menos un poco, cuando ejerce la habilidad que le sale con mayor sencillez: robar. Cosas pequeñas, libros sobre vidas de santos, piedras de la suerte que guardan los otros chicos. Ren espera el milagro: una familia que lo quiera, al menos un granjero que le dé una oportunidad a pesar de su amputación. Y un día la suerte parece estar de su lado. Aparece un hombre rubio, atractivo, joven, con un aire de encantador de serpientes: se llama Benjamin Nab y dice ser su hermano mayor. El hermano Joseph, director del orfanato, entrega a Ren a su supuesto hermano, aunque duda de la dramática historia familiar que relata el rubio aventurero, plagada de ataques de indios, violaciones, cacerías, el Oeste, lobos. La intuición del monje es certera: Benjamin es un estafador y profanador de tumbas, y quiere a Ren porque sabe de la pena –y en consecuencia, las importantes limosnas– que puede traer consigo un niño manco. Así, Ren ingresa a una peculiar familia: la de dos ladrones, Benjamin y su compañero Tom, que viven en un sótano, salen a robar tumbas por la noche y en ocasiones le dejan beber whisky y lo hacen partícipe de planes para engañar a personas crédulas usando la mano que le falta a Ren como señuelo. Y, además, se divierten bastante: los ladrones cuidan de Ren, a su manera. Le tienen afecto. No son villanos. Le ofrecen al huérfano desdichado una vida posible.
Así comienza El buen ladrón, la primera novela de la joven escritora norteamericana Hannah Tinti, nacida en Massachusetts y editora de la revista literaria One Story. Es una novela tradicional, intencionalmente anacrónica, desvergonzadamente dickensiana. La autora se alimenta del ambiente gótico de la Nueva Inglaterra del siglo XIX y de los típicos personajes y escenarios de Dickens: el huérfano en apariencia patético pero internamente fuerte, los ladrones de buen corazón, los familiares perversos, las fábricas, las minas donde murieron en un derrumbe todos los hombres del pueblo. Y también el gusto por los personajes estrafalarios: la dueña de una casa de huéspedes que es sorda y en consecuencia grita todo lo que dice, su hermano enano que vive en el techo para evitar burlas, un asesino a sueldo de físico gigantesco, entre tonto y feroz, que se llama... Dolly.
Esta novela orgullosamente anticuada parece tener dos momentos. El principio es sencillo y excelente: en sus primeras páginas el relato es ambiguo, el misterio inquieta, la caracterización de Nueva Inglaterra y sus hijos menos afortunados es vívida, depresiva, emocionante. Pero promediando el relato, Tinti sigue al pie de la letra las reglas del melodrama, la novela de aventuras y el folletín: entonces elige privilegiar lo episódico y los personajes excéntricos. Es cuando la novela pierde fuerza y se disgrega por un largo rato hasta recomponerse parcialmente al final: el cierre es de relojería, como corresponde a una novela que toma como modelo a los clásicos de Charles Dickens, pero resulta insatisfactorio por ese puente entre la picaresca y las escenas de acción que recarga la trama innecesariamente. El buen ladrón, así, se acerca mucho al homenaje y se detiene demasiado en digresiones; es una novela fallida cuando, de haber mantenido ese vibrante y oscuro espíritu original, hubiera sido un relato apasionante.
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