Domingo, 4 de julio de 2010 | Hoy
La segunda novela de Gonzalo Castro centra su preocupación en el lenguaje y el fin del arte en una sociedad levemente futura.
Por Fernando Bogado
Leer una novela es atravesar una lengua particular, de eso no hay ninguna duda. Por más que notemos ciertas aspiraciones por parte de la prosa de querer pasar por transparente, siempre encontraremos un punto de flaqueza en donde ese aparente universo creado de la nada, tan parecido al nuestro, se cae: levantamos los ojos de la página, volvemos la vista a las páginas anteriores para ver si esas extrañas palabras que nos sorprendieron en una producción aparentemente cristalina pueden encontrar su significación en algún párrafo anterior. Ni bien ni mal, ni correcto ni incorrecto, hay novelas que eligen agarrarse como garrapatas al lenguaje, remarcarlo, subrayarlo, forzando al lector a prestar un plus de atención a cada palabra que no atraviesa así porque sí sin un ligero tropezón: ésa, al menos, es la pretensión que las palabras que componen la nueva novela de Gonzalo Castro, Hélice, parecerían tener.
Narrada en primera persona, el texto está compuesto, básicamente, por una serie de cartas –quizás manuscritas, quizás no– enviadas por el narrador a un destinatario anónimo, del cual se saben ciertas cosas a lo largo del relato. No es una relación sencilla la que estas dos personas tienen, eso queda claro desde el primer capítulo, y mucho más cuando se habla de la pareja del protagonista, Julia, la tercera en discordia, con quien las cosas no están pasando por su mejor momento.
La novela, sin embargo, elude con elegancia convertirse en una especie de historia de dramas pasados con impacto en la actualidad. Teñida de una nube melancólica, todo lo que podría funcionar en otros relatos como sentimientos definidos adquieren aquí ambigüedad, la misma que invade cada palabra del trabajo, no solamente a aquellas destinadas a retratar sensaciones particulares de un personaje que se reconoce como “pura refracción”. Ejemplo de esta característica es, por ejemplo, el hecho de que no sabemos muy bien si estamos ubicados en un futuro y, en el caso de que lo estemos, si ese futuro es o no tan diferente a nuestros tiempos: burbujas de realidad virtual –con sus respectivos juegos bélicos–, autos manejados por un piloto automático, elefantes del tamaño de un perro, pequeñas pistas que nos ambientan en un tiempo diferente, pero que conviven con acciones cotidianas que operan como esas invariantes cronológicas de las cuales nadie dudaría: al momento de servirnos agua lo hacemos en un vaso, al momento de viajar al centro vamos en subte.
Gonzalo Castro, que tiene en Hélice su segundo trabajo novelístico luego de Hidrografía doméstica (2004), consigue en esta novela sorprender en el mejor de los sentidos posibles: lo que en los primeros capítulos da la sensación de ser los deslices de un novelista haciendo sus primeras armas en la labor, recurriendo a un lenguaje rebuscado, pronto se convierte en una meditación válida no sólo de la manera en que se debe escribir una novela, sino de cómo funciona el arte. El narrador deberá visitar a personajes excéntricos que proponen diversas concepciones de lo que debería ser el arte, de lo que no puede ser más, casi con el tono de un canto fúnebre para algo verdaderamente muerto.
El gran conflicto del texto es el mismo conflicto del lenguaje, la verdadera hélice del título: un lenguaje enrevesado que va de lo líquido a lo sólido, de lo cotidiano a un futuro totalmente ajeno. Hélice logra demostrar aquello de que cada novela es, en sí, una lengua diferente a la que tenemos que habituarnos, no ya un espejo, sino una superficie que, como sus palabras, como la confesión del personaje, es pura refracción.
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