Domingo, 10 de julio de 2011 | Hoy
En Bellas Artes el bahiense Luis Sagasti teje capas y capas de textos que se abren y despliegan y abren como los links de Internet: instalado en una tradición metaliteraria hispanoamericana (Wilcock, Borges, Bolaño, Vila-Matas), une nodos que van desde Vonnegut hasta Primo Levi, de la caída de la familia Barón Biza al avión de Saint-Exupéry y en esas líneas trazadas Sagasti escribe una novela sobre la percepción del tiempo en el siglo XXI.
Por Fernando Krapp
El libro anterior de Luis Sagasti (Bahía Blanca, 1963), Los Mares de la Luna, abre con una cita del Tao. Dice: “Nada existe puro y neto”. Puede –y es lo más probable– que no haya casos en la literatura universal de un escritor usando la misma cita para dos de sus libros. Sin embargo, esa misma cita podría funcionar a la perfección en su tercer libro Bellas Artes, mientras que la cita que usó en este último, una frase de la canción “El anillo del capitán Beto” de Luis Alberto Spinetta, funcionaría mejor en su libro anterior. Aunque, la diferencia estilística que existe entre una novela y la otra es tan abismal que parecen escritas por dos personas diferentes.
El inicio de esta reseña es un tanto rebuscado y las uniones y paralelismos entre citas y corpus seguro harán mover alguna que otra ceja con dudosa distancia. Y con razón. Porque Bellas Artes es justamente eso: un par de cejas arqueadas por la duda creciente que brota desde la primera oración hasta la última, en donde la información teje capas y capas de textos que se abren y despliegan y abren como los links de Internet. Sagasti se instala en una tradición metaliteraria hispanoamericana (Wilcock, Borges, Bolaño, Vila-Matas), y sobre sus páginas se deslizan la historia de Wittgenstein en la trinchera; la caída de la mujer de Barón Biza y la posterior caída de Raúl, Jorge y la segunda mujer; el avión de Saint-Exupéry y el principito con sus mundos posibles; Glenn Miller tocando en la trinchera, Habermas, el nazismo y la deglución de una carta partidaria; Primo Levi y la famosa escalera que lo llevó a un infierno oscuro; Vonnegut, Dresde, el matadero, su madre suicidada, y su suicidio frustrado. Y la lista sigue, al infinito, y hacia allá es donde justamente quiere ir Sagasti con su texto, porque lo que importa no es tanto la historia en sí, sino la constelación que se genera al unir un nodo con el otro, la línea que se traza de una estrella a la otra.
La palabra “información” tiene mala prensa para la literatura. Está más asociada a las ciencias jurídicas, a las formas periodísticas, al uso imperativo de la web y, en el caso de la literatura, a los best sellers. Quien busca información siempre lo hace para llenar un vacío con otro vacío; la forma que la sostiene es siempre hueca, una cáscara refractaria, una materia prima atrincherada a punto de ser procesada. El uso dado es siempre pragmático. Sagasti en cambio utiliza la información que despliega sobre su libro, pero no sólo le da un marco estético diferente al titular su novela Bellas Artes, sino que reformula la idea moderna de información para darle una dimensión poética: la única manera de leer una novela tan experimental como la suya es desde la conciencia y la experiencia poética. Como si estuviéramos ante un haiku suspendido entre el contexto que nos embarga en la lectura y el sentido efervescente que se escapa de la misma.
Entonces, ya no importa qué historias se cuentan, ni quién es el narrador, ni qué pasó antes, sino que la grieta abierta por el crack-up a la Fitzgerald se ha abierto tanto que ha ocupado todo el mundo, y la pregunta que ahora nos hacemos es: ¿Dónde leemos un libro como Bellas Artes? ¿Dónde se lee? Pocas novelas hacen tanto hincapié en una pregunta semejante. Dónde se leen los libros y, como consecuencia, de dónde vienen las ideas, las formas que los sostienen. Sagasti construyó una novela sobre la percepción del tiempo en el siglo XXI, sin necesidad de echar mano a la veracidad de los hechos para sostenerla; y creó una novela tan volátil y efímera como el mundo que revela, nuestro mundo.
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