Domingo, 16 de octubre de 2011 | Hoy
Quizás opacada por sus disidencias con los intelectuales mexicanos y en particular por la inmensa sombra de Octavio Paz, quien fuera su esposo, Elena Garro construyó una importante obra en el exilio, cuyas marcas, precisamente, asoman en estos cuentos de mujeres errantes, persecuciones y fugas.
Por Susana Cella
Nacida en Puebla en 1920, Elena Garro se inició en la literatura en la capital de su país y, muy joven, se casó con Octavio Paz. Del viaje que hiciera con su famosísimo marido quedó el relato testimonial Memorias en España, 1937. Desavenencias con otros intelectuales mexicanos le valieron un rechazo que la empujó a un exilio hacia Estados Unidos, Francia y España. Una notable obra –novela, teatro cuento, testimonio– la ubica en un lugar relevante en la literatura mexicana y continental, sin embargo, la calidad de sus textos no fue pareja con el reconocimiento, quizá debido a la sombra imperiosa de Octavio Paz.
El volumen de cuentos, Andamos huyendo Lola (1980), reeditado ahora en Argentina, no sólo da cuenta de su habilidad en el manejo de tramas, registros de lenguajes, construcción de personajes, primacía del papel de las mujeres, sino que también pone en escena la experiencia de la fuga, en una especial inflexión del exilio como lejanía, extrañeza y angustias. “Andar huido”, es la frase que ya desde el primer relato emplaza esta condición.
“El niño perdido”, contado en primera persona, sin ahorro de coloquialismos, acentúa la movilidad en las cambiantes palabras del chico mentando sus azarosos caminos. Y vale destacar el azar que rige los encuentros casuales de gente proveniente de sitios múltiples, vinculada por circunstancias que imponen y potencian acercamientos y pactos. Los narradores de “La primera vez que me vi” y “El mentiroso”, dan pleno lugar a los inverosímiles desplazamientos espacio-temporales, en el primer caso del misterioso ser ubicuo que, como el legendario Pancho Villa, cruza la frontera y anda por Estados Unidos, en tanto “El mentiroso” cuenta una escapada que no es sino pura fantasía y excusa para los oídos de los adultos.
El cuento que da título al volumen, “Andamos huyendo Lola” exacerba los traslados. En clave realista, aunque con fantasmas rondando, están las fugas que vertiginosamente se multiplican en ese relato y conforman una especie de continuidad en varios de los que siguen, en particular por la persistencia de una mujer signada por la fuga: la Lola que había escapado de los nazis, que pasó por una vivienda extraña de Nueva York semejante a un muestrario de migrantes (judíos, rusos, negros) y organizaciones persecutorias –la mafia, el FBI, la KGB, los chinos–, que en Madrid sufre encierro, hambre y el acoso de los dueños de una extraña casa. Similar, “La corona de Fredegunda”, es un progresivo anudamiento de seres cuyo centro está, de nuevo, entre la estancia precaria y la partida inminente aún demorada. Sigue Lola trashumando, pero en “Las cabezas bienpensantes”, donde se la compara con María Antonieta, vuelve una voz en primera persona y la apela: “¡Y andamos huyendo Lola!”, enfatiza, porque es preciso seguir huyendo aunque no se sepa exactamente de qué, ni por qué. La saga madrileña continúa, con leves pero intensificadoras modificaciones, por ejemplo la inclusión en la historia de un diario personal, y con un plus: la falta de la prueba de identidad por ausencia del papel que certifique la existencia, de ahí, “Debo olvidar...” refiere a las anotaciones escondidas, testimonio de los derrotados, faltos de existencia constatable. Los mismos personajes retornan en “Las cuatro moscas”, como prolongando la frágil permanencia en lugares hostiles, entre encuentros sospechosos. Que siguen, con nombres reiterados o incorporados, por ejemplo en “Una mujer sin cocina”, o la carencia de lugar propio para ésa que no ha escuchado los consejos sobre el camino de las rosas y de las espinas tejidos con San Pedro y San Pablo. Lelinca, como Dionisia de “La dama y la turquesa”, el último relato, “han roto” como otras, “su casa y su memoria” en pos de algo mejor, pero que al final las llevaría a la movediza comunidad internacional de errantes “huidos”, cuyos caminos a veces se intersectan.
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