Domingo, 20 de enero de 2013 | Hoy
Desde su suicidio en 2008, David Foster Wallace se convirtió en el escritor más discutido y venerado de la literatura norteamericana. Incluido como personaje de ficción en las novelas de sus colegas y amigos Jonathan Franzen y Jeffrey Eugenides, evocado por Dave Eggers, Zadie Smith y Blake Butler, defenestrado por Bret Easton Ellis, su exceso, los fogonazos de su mente brillante y su ambición se convirtieron en obsesión, ejemplo y parámetro que merecen homenajes, burlas y disecciones sin fin. Y, además, como suele ocurrir en estos casos, no paran de aparecer inéditos y hallazgos. Los más recientes son la edición en castellano de La escoba del sistema, su primer libro y novela, y del indispensable Conversaciones con David Foster Wallace (editado por Stephen J. Burn); pero Mondadori –que publicó su novela inconclusa pero extrañamente completa El rey pálido– también editará sus ensayos dispersos, Both Flesh and Not, este año. Y las versiones, reflexiones, biografías y hallazgos prometen continuar, como fragmentos y piezas de un puzzle fascinante desarmado antes de tiempo.
Por Rodrigo Fresán
A la altura del capítulo 9 de El rey pálido, sucede algo tan inesperado como, al mismo tiempo, esperable. Porque El rey pálido es un libro de David Foster Wallace ergo, se sabe, cualquier cosa puede suceder en el afuera de ahí dentro. Ahí, casi llegando a la página cien, irrumpe un fuera de lugar “Prefacio del Autor” que nos informa: “Aquí el autor. Quiero decir, el verdadero autor, el ser humano y viviente sosteniendo el lápiz, no una de esas personas abstractas y narrativas”.
¿Y quién era el autor? ¿Qué hacía aquí el autor?
Muchas cosas aparentemente irreconciliables pero, al mismo tiempo, ciertas y fáciles de comprobar. Wallace (Estados Unidos, 1962-2008) como –la etiqueta era suya– un “escritor conspicuamente joven” diferente y no exclusivamente apoyando su temática en “cosas de jóvenes”. Wallace como responsable de La broma infinita, best-seller que muchos compraron y no todos leyeron considerado, ya, clásico instantáneo de su tiempo. Wallace como un revolucionario que amaba a los clásicos. Wallace como alguien capaz de conectar con los más jóvenes al mismo tiempo que se ganaba el respeto de sus mayores. Wallace como el maldito bendito. Wallace como el ojo para el que todo era interesante porque hacía que todo fuese interesante. Wallace como el muerto inmortal de su generación: capaz de colosales tonterías así como de la decodificación de las más complejas ecuaciones mentales. Wallace como el muerto más vivo de la actualidad.
Y ahora lo ves, ahora no lo ves, ya no está; pero allí sigue.
“El color de la sangre de David Foster Wallace el día que escuchó esas palabras por primera vez en su cabeza, el título de ese objeto, transmitido en su interior para que se repitiera y repitiera en adelante hasta llenar el aire. El aire o la comida que tragó aquel día, los sonidos, los sonidos casuales que absorbió mientras tecleaba, cualquier cosa que pasó ante sus ojos. Sus manos”, evoca e invoca el joven escritor norteamericano Blake Butler en las páginas insomnes de su Nada (Alpha Decay). Sí: Butler no puede dormir y, en lugar de contar ovejas, imagina al autor de La broma infinita como a una entidad todopoderosa pero atrapada para siempre en el loop de ese instante muy serio. Instante en el que se le ocurre una de las tantas ideas que alumbraron su obra antes de la definitiva salida sin retorno del suicidio.
Butler, está claro, no es el único hechizado. La británica Zadie Smith se refirió a Wallace –en un tan iluminador como encandilado ensayo incluido en Cambiar de idea (Salamandra)– como a “un auténtico genio... un visionario, un orfebre, un comediante... alguien tan moderno que está en un continuum del espacio-tiempo diferente al resto de nosotros... y que quería lectores fieles”. Y la siguen, postradas, extáticas reseñas de firmas estrella a la hora de la ficción (como Hari Kunzru, Richard Rayner, Geoff Dyer, Tom McCarthy, James Ladsun, Joseph O’Neill y que pase el que sigue) y de popes de la crítica profesional como la siempre implacable y difícil de complacer Michiko Kakutani. Así –advertencia para quienes se propongan como discípulos; niños, no intenten hacerlo en casa: el influjo Wallace tiene el riesgo de provocar caídas en el ridículo de las que ya no te puedes levantar– en los últimos años han aparecido meganovelas como abducidas por la contundencia y ambición de Wallace. The Instructions, de Adam Levin, o Witz, de Joshua Cohen, son, apenas, dos de las encomiables entre varias que defienden las posibilidades más extremas. Y no hay joven escritor Made in USA que no sueñe con los muchos templos que se elevaron en vida y los muchos más que se elevan en memoria de la considerada casi planetariamente “mente más brillante de su generación”. Incluso uno de los mejores amigos del muerto, Jonathan Franzen, parece poseído por su espectro desde la firme oposición estética a la que parecen haberse plegado, en entregas recientes y próximas, los alguna vez más juguetones Dave Eggers, Jonathan Lethem, Michael Chabon y Jeffrey Eugenides; Ben Marcus o George Saunders o el gran Rick Moody serían los últimos valientes y mosqueteriles forajidos de la banda. Ya se sabe: ahora, el sabor de la temporada es el realismo social y crónico a secas de Libertad (Salamandra). Novela que Franzen recién pudo terminar, dijo, impulsado por el dolor y el ansia competitiva de quien había perdido a su referente como rival y colega y, casi a modo de reacción, lo explica en Más afuera (Salamandra), como catecismo de polaridad opuesta para las huestes “que menos lo conocían y que de pronto más tendían a hablar de David como de un santo”. Mientras tanto, la muy sobrevalorada Jennifer Egan lo parodia con cautela o se burla con cuidado en El tiempo es un canalla (Minúscula). En la otra orilla del asunto, aquí viene el ácido Bret Easton Ellis –autor de American Psycho, acaso el título finisecular que más cerca está de ser un incontestable clásico, y quien ya había celebrado en su momento y vía Twitter la muerte de J. D. Salinger– dispuesto a descuartizar el cadáver joven y bien parecido a golpe de hacha y rugido de sierra eléctrica: “Wallace es el más aburrido, sobrevalorado, torturado y pretencioso autor de mi generación... Un fraude y el mejor ejemplo de escritor masculino y contemporáneo persiguiendo con lujuria una especie de desagradable grandeza para la que, simplemente, no estaba capacitado... Alguien tan conservador, tan ansioso por tener fans, que no puedo sino sentir vergüenza de ese halo de sentimentalidad con el que ahora se lo representa... A San David Foster Wallace lo leen los tontos que piensan que el intentar leerlo los vuelve más listos de lo que en realidad son”. Por su parte, Roberto Bolaño –otro corredor de fondo que se marchó antes de alcanzar su meta– descartó, sin pensar demasiado, “el palabrerío de David Foster Wallace”.
Entre una punta y otra, tal vez, esté la verdad absoluta. La respuesta al interrogante de alguien quien, en busca de un estilo, encontró un idioma. No literatura de autor o escritor para escritores sino autor de toda una literatura en la que todos los escritores eran la materia prima para un escritor.
Pero, por ahora, nos quedan las piezas sueltas de un puzzle interminable en cuya tapa de caja no incluye el paisaje del modelo para armar terminado. Desde que Wallace, a la edad de cuarenta y seis años, decidió acabar con todo el 12 de septiembre de 2008, han ido llegándonos –sumándose a todo lo publicado en vida– nuevos despachos y pistas acerca de su vida y obra. Una cantidad creciente de aproximaciones teóricas a su corpus y, a recomendar, The Legacy of David Foster Wallace, editado en 2012 por Samuel Cohen y Lee Konstantinou y donde coinciden densos textos académicos con sentidos tributos de colegas como Don DeLillo, George Saunders, Rick Moody, Dave Eggers, Jonathan Franzen. Pero, también, This Is Water: de 2009, el ya legendario y epifánico discurso de bienvenida a los alumnos del Kenyon College, en 2005, y donde Wallace previene con modales de gurú a los jóvenes acerca de “la esencial soledad de la vida como adultos”, “la importancia de la empatía”, y les confía que “estoy seguro, chicos, de que ahora ya saben lo extremadamente difícil que es mantenerse alerta y concentrado en lugar de ser hipnotizado por ese monólogo constante dentro de sus cabezas. Lo que todavía no saben es cuántos son los riesgos en esa lucha”. O Fate, Time, and Laguage: An Essay on Free Will (2010, su precoz y avanzada tesis universitaria de mediados de los ’80). Y los ensayos dispersos de Both Flesh and Not (2012 y a ser traducidos por Mondadori este año) incluyendo una de sus cumbres no-ficticias, aquella semblanza de Roger Federer, así como la torpe boutade de considerar al sida como “una bendición” que ayudará a recuperar el sentimiento puro y el equilibrio luego de una era de desenfreno erótico, o el análisis de su camada en “Fictional Futures and the Conspicuously Young”. Y, por supuesto, la novela inconclusa –pero, de algún modo, completa– que es El rey pálido (2011, Mondadori) recibida en su día como Gran Nuevo Testamento y Nueva Gran Novela Americana.
Sumarle a lo anterior ese revelador travelogue de David Lipsky que es Although Of Course You End Up Becoming Yourself: A Road Trip with David Foster Wallace (2010) con un Wallace on the road, presentando La broma infinita, y bipolarmente fascinado y espantado por su súbito status de astro literario para el público de MTV. Y la reciente biografía medular, sintética y nada wallaceana (para una autopsia total y sin piedad habrá que esperar a que alguien como Blake Bailey ponga manos al asunto) que es Every Love Story Is a Ghost Story: A Life of David Foster Wallace, que publicará Debate este 2013, donde el genio aparece indistintamente como un hijo brillante de padres complejos, un ser torturado por sus depresiones y adicciones, un hijo dilecto de la era audiovisual obsesionado con la palabra escrita, un compulsivo del control y del correcto uso del inglés, un lector voraz moviéndose con igual energía entre lo clásico y críptico y los más cursis y populares manuales de autoayuda, sin por eso privarse de admirar a Tom Clancy, un sincero mentiroso (no era tan buen jugador de tenis como decía y escribía ser), un temprano apreciador del rap, un celoso/envidioso de cuidado, un metódico mascador de tabaco, un votante de Reagan y simpatizante de Perot (que luego odió a George W. Bush), un generoso gran maestro para sus alumnos, un vampiro de las historias y vidas de amigos y conocidos a procesar en sus ficciones, un acosador más sentimental que sexual para sus muchas novias (llegando a planear el asesinato de la pareja de una de sus queridas; aunque, como le comentara a Franzen, “mi único propósito en la Tierra es meter mi pene en la mayor cantidad de vaginas posibles”) y, finalmente, mientras se sometía una y otra vez a sesiones de electro-shock para finalmente dejar los medicamentos que lo mantenían estable pero le impedían pensar por escrito, un escritor diferente que marcó una diferencia.
Aunque a no engañarse: la diferencia de Wallace está en los orígenes de la gran literatura de su país y forma parte inseparable de su ADN. Ahí donde nada y ataca la polimorfa y perversa Moby-Dick (en su momento, considerada como el delirio de un loco) y a partir de ahí toda una escuela que se presenta y se ofrece como historia alternativa y lateral de las letras en la que, de tanto en tanto, como en el caso de Wallace, un egresado da un paso al frente y se convierte en protagonista absoluto y hasta best-seller impensable junto a niños magos y vampiros adolescentes.
Así –en esa otra dimensión que es parte de ésta– tenemos a Melville al costado de Hawthorne y de Twain, al último Henry James como agujero negro de los fulgores de Edith Wharton, a Nathanael West y las piruetas formales de Gertrude Stein y John Dos Passos junto a la tríada real de Hemingway/Faulkner/Fitzgerald, a James Purdy como versión freak de Truman Capote, a Kurt Vonnegut como opción de campus para Salinger, al sinuoso Harold Brodkey como antídoto para tanto relato en línea recta “de familia”, y a Donald Barthelme insertándose como inesperado polizonte de moda en las páginas de The New Yorker para acabar siendo arrojado por la borda a la invernal isla desierta de su descontento donde siempre se espera el redescubrimiento de los que vendrán. Flujos y reflujos a la ficción “conservadora” de los grandes escritores para revistas primero y al minimalismo y realismo sucio después. En esa grieta se ubica y se ocupa lo que puede considerarse el linaje del que surge Wallace: el expansivo William Gaddis primero (cuya “dificultad” y “exigencia” fue cuestionada por Franzen y que estalla casi en secreto como una suerte de mutación culta y sedentaria del aluvión beatnik con ese hito que es, en 1955, Los reconocimientos) y, después, el Nabokov americanizado de Pálido fuego, Tomas Pynchon y los llamados “súper-ficcionalistas” (John Barth, Robert Coover, John Gardner, William H. Gass, John Hawkes, Stanley Elkin, Joseph McElroy y Gordon Lish, varios de ellos siendo descubiertos o redescubiertos en España por estos días) que entre los ’60 y ’70 releen a su manera a Borges & Cortázar, a los próceres del realismo mágico, a Günther Grass y a Italo Calvino, y a los poseurs de la noveau roman y pospatafísicos del Oulipo. Es un momento tan fecundo como breve; porque casi enseguida llega Raymond Carver a poner las cosas no en su sitio pero sí en otra parte. Y sólo permanecen, en la periferia de prestigio, contadas excepciones como Stephen Dixon, Lydia Davis, el David Markson muy celebrado por Wallace y algún experimento casual (ni los titanes Mailer y Updike y Roth se privaron de ello) en un paisaje dominado por historias sencillas, urbanas, iniciáticas, de jóvenes muy desesperados por encontrar la generación perdida que los contenga.
En este marco, la irrupción de Wallace en 1987 resulta especialmente interesante como aberración sorpresiva pero no del todo. Está claro que no es la única. Hay réplicas de viejos terremotos. Ese mismo año debuta el prolífico y aluvional William T. Vollmann, dos años antes Richard Powers (con quien Wallace compartió entrevista) había revelado lo suyo, un año más tarde Nicholson Baker propondría su obsesiva wallaceana mirada macro para lo micro. Desde tiempo atrás gente como Don DeLillo y Cormac McCarthy venían haciendo equilibrio en la fina línea que separaba al experimento de vanguardia de la experiencia clásica. Y pronto llegarían las gracias fashion-tipo-gráficas de Mark Z. Danielweski y Jonathan Safran Foer. Pero Wallace –con ese look de tenista grunge, siempre embandanado para intentar contener los ríos de sudor brotando de su cabeza en llamas, imponiendo autoridad desde su casi metro noventa de estatura– aporta cierta novedad y frescura al modelo young american writer. Si su inmediata encarnación muy publicitada (Jay McInerney y el ya citado Ellis, entre otros) era la de narradores “de acción” que habían sacudido el cóctel de drogas y dinero y rock and roll, Wallace –como pensador y especialmente descollante a la hora de la exhaustiva crónica periodística– recomendaba ahora tragos largos de notas al pie, antidepresivos, filosofía y disfuncional y concreto muzak. Así, el advenimiento de alguien que deseaba y cumplía con que su escritura provocase una “sensación de tornado” en el lector. Relámpagos de un súper-cerebro bombardeado por química hard de laboratorio medicinal que no podía dejar de pensar y de poner por escrito sus pensamientos. Así, leyendo cómo Wallace mira el afuera comprendemos cómo Wallace piensa para sus adentros. Veintiún años después, la muerte temprana y autoprovocada, es el ingrediente fatal que redondea una fórmula irresistible.
Dos libros –traducidos por la más que digna de encomio y flamante editorial malagueña Pálido fuego, el resto de Wallace está en Mondadori; sigue pendiente para algún audaz su Everything and More, una muy poco ortodoxa y personal “historia compacta del infinito”– aumentan y potencian ahora la foto por siempre movida pero cada vez más detallada e impresionante de su figura. Por un lado tenemos a La escoba del sistema, su primer libro y novela; por otro, el indispensable Conversaciones con David Foster Wallace (editado por Stephen J. Burn), incluyendo diecinueve diálogos más indispensable necro-perfil “Los años perdidos y los últimos días de David Foster Wallace” a cargo de David Lipsky.
Leída en su momento, en 1987, resultaba imposible no calificar al Wallace de La escoba del sistema –que presentó como tesis de graduación en Literatura y Filosofía– como examen final del más aventajado alumno de Pynchon. Leída hoy, Wallace se nos reaparece allí –más de allá de las inevitables y confesas influencias– como un aprendiz summa cum laude de Wallace que, con los años, domesticó verborragia dotándola de significado. Y si su trama entrópica y los nombres de sus personajes –el de su heroína, la telefonista paranoide y disfuncional Leonor Stonecipher Beadsman o el de su contracara Rick Vigorous– remiten directamente a Pynchon y a una versión CinemaScope y desatada de la concentración de La subasta del lote 49. Pero la necesidad de encontrarle algún sentido a absolutamente todo, el perfume wittgensteniano, una bisabuela desaparecida de un asilo, la transcripción de sesiones de terapia como lingua franca, un loro insultante y un gordo mesiánico, la materia autobiográfica distorsionada, una misteriosa inscripción en la etiqueta de un frasco de comida para bebé, y la inquietud por las radiaciones de rayos catódicos, ya son 100 por ciento Wallace. La escoba del sistema es, también, el primero de los tres actos de una trayectoria dentro de la novela de ideas, de ideas fijas y de ideas sueltas. Arco que se continuaría con la consagratoria y descomunal condena y apología de la industria del entretenimiento y del clan de prodigios rotos y post-salingerianos como let-motiv nacional que es La broma infinita (1996). Hasta dejarse caer con la más reflexiva y melancólica apología del aburrimiento como bella arte impositiva de El rey pálido (2011). Allí, cerrando la puerta, Wallace consigue hacer confluir su parte ensayística (para muchos el sitio donde residía lo mejor de él; parada inevitable es la colección de piezas periodísticas Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de 1997) con una original ternura y preocupación por los estragados seres de sus ficciones. Un cuidado obsesivo que trasladaría también a sus mejores relatos, que empiezan casi como exhaustivas y acaso extenuantes parodias en código para connoisseurs como “Hacia el oeste, el imperio del avance continúa” en La niña del pelo raro (1989); pasan por las variaciones patológicas de Entrevistas breves con hombres repulsivos (1994) hasta alcanzar el barroco vacío absoluto y sin retorno en los ahorcantes y tensos despachos de Extinción (2004). Allí, “El neón de siempre” puede ser leído como confesión estética o credo ético o forma de memoir muy selectiva o carta de despedida anticipada protagonizada por un tal David Wallace, pero en la boca suicida de un amigo de infancia.
Refiriéndose a los relatos de Kafka –en Hablemos de langostas, de 2005–, Wallace los señaló “una especie de puerta” proponiéndonos “que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no sólo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre” y se abre hacia afuera para que sepamos que todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos.
Algo muy parecido producen los relatos y novelas y ensayos de David Foster Wallace.
Por su parte, el felizmente subrayable hasta el hartazgo Conversaciones con David Foster Wallace nos ordena una panorámica 1987-2005 de alguien que decía “sentirse fatal” frente a los micrófonos pero que, una vez allí, lo daba todo al reportero. Incluso, repuestas con todo el look de haber sido muy bien ensayadas frente a un espejo. Y no importa el que –misterio– The Paris Review no haya llegado a hacerle esas preguntas cuya sola formulación implicaba el haber triunfado. Porque Burn reúne aquí lo mejor que de lo que Wallace dijo sobre sí mismo, sobre lo suyo, y sobre lo de otros que consideraba inseparable parte suya. A destacar, la ya legendaria charla con Larry McCaffery en 1993 en la que casi se puede percibir el chisporroteo de neuronas mientras las ideas ocurren y se le ocurren a Wallace; los juegos sobre las tácticas propias como lo que le hace Chris Wright en 1999 siguiendo el formulario con interrogantes ausentes para acorralar hombres repulsivos; y las constantes y autoflageladoras confesiones como la de sentirse “un exhibicionista que quiere ocultarse pero no lo logra” o culposo dueño de la facultad de “poder fingir como si me sintiera de una sola manera. Aunque, naturalmente, la realidad es que a fin de cuentas me siento de unas treinta y cinco maneras diferentes”, teniendo claro que “muchas cosas que llevan la R mayúscula del Realismo simplemente me parecen un tanto malas, porque obviamente el realismo es una ilusión del realismo”, pero teniendo perfectamente claro que “soy el único ‘posmoderno’ que conocerás que reverencia a Tolstoi” y nunca olvidando un único mandamiento: “La narrativa mueve montañas o es aburrida; o mueve montañas o se sienta sobre su propio culo”.
En una de sus elegías, Jonathan Franzen llegó a la conclusión y diagnóstico post-mortem de que “David murió de aburrimiento”. Bloqueado por su ambición y sintiéndose reducido por tanta pastilla, “decidió no volver a tomar Nardil... Cuando se apagó su esperanza en la ficción, no tenía más escapatoria que la muerte”. Cualquier cosa antes que enfrentarse al “riesgo de quedarse sin nada: de aburrirse de uno mismo”, sigue Franzen.
Es una hipótesis tan atractiva como sombría a considerar bajo la luz casi insoportable que irradian las páginas de El rey pálido de las que Wallace –cosa que no nos olvidemos que todavía sigue allí– entra y sale, una y otra vez, con un, ya se dijo, “Aquí el autor”. Pero tal vez habría que suplantar aburrimiento que Franzen le cuelga del cuello por frustración o por la súbita conciencia de pensar que no se arribará a donde se quería arribar, que al final el cielo era el límite. Un cielo como el de la edición original de La broma infinita. Un cielo como el de la Springfield donde viven los Simpson y donde sobrevive un Wallace amarillo apareciendo en un reciente episodio titulado “Una cosa totalmente divertida que Bart no volverá a hacer”. Y ya se advirtió: su influencia es tóxica y puede llegar a ser nefasta, sus encarnaciones post-mortem (el rocker Richard Katz en Libertad de Franzen, el prodigio universitario y bipolar Leonard Bankhead en La trama nupcial de Eugenides) son un tanto fáciles; pero la obra permanece. Nos queda –a la espera de resultados definitivos sobre sus razones para hacer lo que hizo y dejó de hacer que nunca llegarán– la lectura y relectura de sus libros que son cualquier cosa menos aburridos. Libros que seguirán produciendo en nosotros, sus “lectores fieles”, la esperanza realizada por todo lo que puede dar y llegar a ser la buena ficción: la más seria de las bromas infinitas.
Y, una vez ahí, felizmente prisioneros sin ganas de fuga, ¿cuál es entonces el Gran Tema de Wallace? Fácil de decir y difícil –aunque él lo consiguiese sin problemas aunque con colosal esfuerzo– de hacer: revelarnos el Big Bang que da origen al infinito y el Great Crash del que acaba resultando lo infinitesimal. Al mismo tiempo. Y disfrutar, cómplices y testigos privilegiados, del chiste implícito en todo ello y en todo él, una vez que se accedió al milagro y se recibió el regalo de divertirse enfrentándolo por escrito. Como explicó Wallace en su programático “The Nature of the Fun”: “La diversión de escribir se sostiene solo confrontando las partes poco divertidas de ti mismo”. Síntoma que Wallace supo trasladar a cualquier lector tan inquieto como inquietado.
En lo que a sus seguidores se refiere, Wallace explicó sus intenciones con claridad sintética en una entrevista: “Yo tuve un profesor que me caía muy bien y que aseguraba que la tarea de la buena escritura era la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados”.
Misión cumplida.
En el recién aparecido The Last Interview and Other Conversations –que repite varias de las piezas del libro de Burn– a la altura del final, mayo del 2008, últimas palabras, el periodista le recuerda a Wallace que alguna vez vio ahora muy valiosos ejemplares para la prensa de La broma infinita que venían firmados por él y acompañados por un dibujito de una cara sonriente. Wallace, al oírlo, sonríe él y recuerda que, sí, que él los hizo, que nada le aburría más que firmar y que entonces personalizaba un poco el asunto con esa especie de variante de smiley y que, al hacerlos, le divertía pensar en encontrárselos de aquí a un tiempo, dentro de muchos años, en librerías de segunda mano. “Me he cruzado con algunos de ellos de tanto en tanto”, dijo. “Y, cada vez que los abro y los descubro, siempre me han hecho sonreír”, dijo, dice Wallace.
Aquí el autor.
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