Domingo, 20 de enero de 2013 | Hoy
No ficción > En Cómo enterrar a un padre desaparecido, el periodista Sebastián Hacher reconstruye la historia de una hija y su padre desaparecido a partir de una carta que llega a destino muchos años después, y, en el camino, permite abordar los conmovedores y terribles matices de una época y una vida signada por la agonía utópica y las urgencias de la militancia. Mariana Corral es así testigo, protagonista, observadora, comentadora, de un relato que no cesa y se anima a pasar los límites de la corrección, dando un nuevo e iluminador sentido al compromiso y los homenajes.
Por Angel Berlanga
En el principio hay una carta mítica, cargada de sentido, que tarda quince años en llegar a destino. El militante clandestino Manuel Javier Corral se la escribió a su hija Mariana en la madrugada del sábado 5 de marzo de 1977 en La Perla de Once con la idea de que se la entregaran, en el caso de que algo trágico pudiera ocurrirle, cuando ella cumpliera quince. Y la carta fue, nomás, una despedida, porque no había pasado un año de su escritura cuando Corral fue secuestrado en un operativo en Iguazú, Misiones: permanece desaparecido desde entonces. La familia dilató un par de años el encargo del hombre y Mariana, así, recibió al cumplir diecisiete las doce páginas que son testimonio, manifiesto, historia resumida de vida, declaración de amor y sentimiento, pedido de perdón anticipado. “Lo que debe privar en ti es la autenticidad, vive y desarrolla tu vida, siempre de acuerdo a tus íntimas convicciones, es el único camino para alcanzar la libertad –escribió Corral–. ¡Cuántos consejos quisiera darte! Y el tiempo se termina. Tengo lágrimas en los ojos.”
El fin del párrafo anterior es un recorte posible y el periodista/escritor Sebastián Hacher decidió empezar Cómo enterrar a un padre desaparecido con ese accionar en primer plano, con la escena de Mariana Corral mientras recorta en lonjas una copia de esa carta para ver cómo puede pegarla sobre una mesa con la idea de armar un collage, un desguace que esta maestra de Plástica, estudiante de Bellas Artes, integrante del Grupo de Artistas Callejeros, instrumentó quizá como “una forma de responderla”, anota Hacher, una reconfiguración de aquel monólogo paterno en otra cosa, algo que acaso exceda la lectura, el mandato y el asentimiento, “un diálogo que rompe las líneas paralelas y los límites del papel”. Al momento de la carta su padre estaba separado de su madre, Cecilia: su experiencia más dolorosa, escribe; “estoy desgarrado sin medida”, escribe. “Te preguntarás qué pasó –intuye–, bueno, el amor no se fue muriendo de a poco como en otras parejas, lo maté yo, con mi conducta poco clara e irresponsable; tengo mis excusas, pero así y todo soy culpable. Pertenezco a una generación que ha producido un cambio histórico en el seno de nuestra sociedad, cambio que no obtuvo con simples discursos, por el contrario corrió mucha sangre para que ello ocurriera, el país está ardiendo en el proceso y soy testigo y actor de la tragedia”. Ella había sido tajante: o la pareja, o la política. Y él dijo bueno, la pareja. Pero, “atado a compromisos de tal importancia”, besado místicamente por la luz de la revolución, siguió “hasta las últimas consecuencias en la lucha”, “basada en el ideal de justicia”, que “levanta las banderas de reparación histórica de los pueblos hambreados, robados, masacrados, que hartos dicen ¡Basta! Y entregan la sangre de sus hijos en el supremo sacrificio de salvar la Nación y sus hombres”.
En la primera parte del libro, Hacher entrelaza con una escritura de rienda corta (lectura de neta sustancia, escenas y situaciones y frases que se resignifican página a página) la carta de Manuel con la infancia, adolescencia y juventud de su hija, los desvíos en las conversaciones familiares para no hablar del padre ausente, la pesquisa en un placard que le revelaron unos papeles que lo aludían como desaparecido, la ida del hogar, los primeros amores y viajes y las acciones del GAC, que solía participar en los escraches a represores que hacía Hijos cuando los juicios por los crímenes de la dictadura parecían capítulo cerrado. En una segunda parte, con el blanqueo incluso de Hacher como un amigo de Villa Insuperable interesado en conocer y motorizar la historia, Mariana rastrea a las personas que puedan contarle sobre su padre. La apertura de un blog, por ejemplo, la pone en contacto con Elsa, una amiga de Manuel en Cipolletti, que conservaba decenas de cartas que él le escribió entre el ’67 y el ’72, y esas cartas conducen a nuevas pistas, como la de Agustín Villegas, un militante al que conoció en la cárcel de Villa Devoto, quien contó que Corral sabía mucho de cohetería –y que eso, deducen, podía ser de utilidad en algunos operativos–. En el camino también se encontrará con los hijos de Juan Hoppe, un ingeniero polaco que construyó las viejas pasarelas en las cataratas, dueño del camping misionero en el que en sus últimos tiempos se había asentado Manuel: ambos fueron secuestrados allí. Y también Ana María Cavallieri, una mochilera cordobesa de 22 años a la que él define, en carta a su madre, como “la mujer ideal para mí, sin fantasías de por medio”, su “alma gemela”. Luego de las torturas, a las dos semanas la soltaron. Mariana se encontró con ella en 2011, en Santa Fe. Enferma de cáncer, todavía esperaba a Manuel, decía, aunque un curandero le aseguró que tenía que buscar sus huesos en el río.
El calibre del horror del terrorismo de Estado condicionó la mirada sobre las víctimas: con lo que padecieron, cómo detenerse a observarles incoherencias, errores, superficialidades, contradicciones, delirios. De a poco, algunos libros se vienen atreviendo a correr la línea de la incorrección, a sincerar complejidades, a dar relieve y particularidad a las historias. En ese sentido, Cómo enterrar a un padre desaparecido podría tener rasgos en común con novelas como La casa operativa, de Cristina Feijóo; La casa de los conejos, de Laura Alcoba, y Una misma noche, de Leopoldo Brizuela. “¡Era un chamuyero!”, dice Mariana luego de leer las cartas narcisistas que su padre le enviaba a Elsa. “Las cartas en un punto son un plomo, recalcitrantes –describe–. Por momentos se delira y por otros tiene una bajada de línea que es puro discurso. Una mezcla de Bombita Rodríguez con Paulo Coelho.”
En la bella y emocionante ceremonia de despedida, el entierro simbólico que hizo en el cementerio de Flores el 2 de noviembre de 2011 (el día en el que según la tradición aymara las almas de los difuntos vuelven de visita para saber si todavía los recuerdan), Mariana dijo al grupo que la acompañaba que su padre era un desastre. “¡No hables mal de tu papá!”, se le quejó una amiga del GAC. “Yo estoy en contra de las construcciones heroicas –retrucó ella–. Durante mucho tiempo lo idealicé. Ahora, lo más idealizable para mí es esa capacidad de transformación permanente, no su obsecuencia militante que quizás no era tal.”
Y es ahí, en el campo de la militancia, donde el libro no consigue (¿no quiere?) dar precisiones: no hay quien recuerde a Manuel en alguna pertenencia o acción concretas. Que pudo haber estado en el Movimiento Nacionalista Argentino, o en las FAR, o en el 22 de Agosto. Que pudo ser parte de la Columna Norte de Montoneros que preparaba la zona como puerta de entrada para la delirada contraofensiva. Tampoco se precisa por qué estuvo preso en Devoto. “Había renunciado hacía tiempo a saber en qué organización militaba su padre –escribe Hacher–. El dato, que para muchos hijos de desaparecidos era un hecho relevante, para ella se había convertido en un asunto menor. Su teoría era que muchos hijos se preocupaban por tener esa información, de saber detalles y averiguar qué jerarquía tenían sus padres en las organizaciones de los ’70 para darse importancia a ellos mismos. ‘Me chupa un huevo’, decía cuando le preguntaban.” Ese esbozo de “la misma bolsa”, sumado a un título rupturista en contenido montado sobre un formulismo de manual, acaso tengan que ver con la nota ideológica que quiere tocar este libro. Para que suene mejor, quizás, es notorio el recorte histórico, social y económico del contexto: buena parte de los desaparecidos leyeron y resistieron el desbarranque a la miseria que inauguró el Proceso y continuó, por otros medios años después, Menem (cabe también que el contexto se dé por muy sabido, y de ahí su ausencia).
En aquella nota, entonces, resuena un aflojar con el agobio y los mandatos y la solemnidad: en contra de las construcciones heroicas, como dice Mariana. En el sueño que cierra el libro, ella baila en El Olimpo. “Zapatea y mueve la pollera como una intérprete de flamenco –escribe Hacher–. Hace mucho ruido. Estira los brazos para ocupar el espacio. Se siente la reina del lugar: domino el territorio, piensa. Esta es una danza triunfal. A lo lejos hay gente. No los logra distinguir bien, pero sabe que la miran.”
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.