Este año, la obra de Roberto Arlt ha entrado en dominio público. Pero no sólo sus novelas, sus cuentos y sus aguafuertes conocidas, sino esa parte inmensa que queda todavía inédita, producto del asombroso trabajo periodístico que hizo hasta su muerte. Mientras empiezan a llegar a las librerías las primeras ediciones de esta nueva etapa, Miguel Vitagliano repasa lo publicado para proyectar la poderosa actualidad que tendrán los inéditos que vayan apareciendo.
› Por Miguel Vitagliano
El 5 de abril de 1928, Crítica publicó una noticia desconcertante. Contaba que una mujer había llamado al diario diciendo que iba a suicidarse y que enseguida enviaron al lugar a un fotógrafo y a uno de los cronistas de policiales que, finalmente, forcejearon con ella hasta quitarle el revólver. El redactor se refería a la mujer como “la pre-suicida”, y al cronista por su nombre, era Roberto Arlt.
Ese suceso prefigura la relación que Arlt iba a tener con el periodismo: intervenir e interferir en la noticia. Más aún, traza la marca que recorre todos sus escritos, la obsesión por capturar el instante, el momento en que algo está terminando de ser y laten a la vez las múltiples posibilidades de lo que será. Una insistencia que parece condensarse en el mechón caído sobre la frente de su retrato fotográfico más clásico, el que llegó a tener destino de poster en los ‘70: el mechón como el signo de lo que se resiste a entrar en caja, y que es también lo quieto que subraya la inminencia de lo por venir.
Cuatro meses más tarde, Roberto Arlt comenzó a tener un lugar destacado con sus notas, dos columnas en espacio central, pero en un nuevo diario, El Mundo, donde no dejó de publicar hasta un día después de su muerte, el 26 de julio de 1942. Pero no se trataba de notas para policiales sino de aguafuertes y crónicas que escribía a partir de la escueta información contenida en los cables que llegaban a la redacción. Sobre un dato que cabía en dos líneas, como, por ejemplo, la instalación de una máquina expendedora de alimentos en un almacén de Memphis, Arlt interfiere la dirección de la noticia, la arranca del confort tecnológico para reconducirla a los lazos cotidianos en un barrio porteño y el mundo del trabajo. Otras veces se concentra en un dato de apariencia irrelevante, o decide que la ficción interpele los rumores, como cuando, en 1939, escribe el monólogo de un “doble” de Hitler. En todos los casos busca hacer saltar la banca del sentido común y ver el trayecto que tomarán sus restos hasta que se coagulen en un próximo juego.
¿Cuántos fueron esos escritos? Los cálculos despiertan asombro teniendo en cuenta lo que Sylvia Saítta asevera en El escritor en el bosque de ladrillos (2000), la más completa biografía del autor: “Durante todos los días de su vida, Arlt redactó una nota para El Mundo”. El mismo Arlt se mostraba interesado por las cantidades. “A veces me he puesto a pensar en los metros que he escrito”, escribe en una aguafuerte cuando aún no llevaba un año redactándolas: “Ciento treinta y tres metros de prosa hasta la fecha. Cuando me muera, ¿cuántos kilómetros de prosa habré escrito?”.
Más sencillo que ese cálculo, o al menos otro posible, es observar que después de cumplidos 55 años de su muerte se han publicado alrededor de diez libros con esos textos; en su mayoría inéditos en cada caso. El más reciente es El paisaje en las nubes (2009), editado por Rose Corral y con un prólogo de Ricardo Piglia, que reúne 236 crónicas. Un volumen de más de 700 páginas que, sumado a los demás, superarían con creces los dos tomos de las obras completas editadas en 1981. Aún hoy hay textos de Arlt que aguardan ser estudiados y reunidos en un libro. Lo que resulta significativo, si aceptamos que la desmesura de atrapar el instante es la obsesión que recorre de su obra. Y que en esos escritos explora las técnicas de lo que se llamaría después “Nuevo Periodismo”, que en la actualidad no deja de interpelar el lugar social de la literatura. Ya en 1932, Arlt practicaba el periodismo “gonzo”, cuando en una serie de aguafuertes recorre los hospitales de Buenos Aires para dar a conocer en qué estado se encuentran, lo hace bajo el disfraz de estudiante de medicina o de inspector municipal, y logra poner en jaque a las autoridades ante la población. Una modalidad que repetiría meses más tarde, visitando como cliente a brujas y curanderas.
El interés por “los kilómetros” de sus columnas no se debe a que Arlt asimile cantidad y valor informativo o valor estético, su interés está en mantener la cuenta de lo que invierte en su trabajo. Quiere avizorar lo que sus escritos son capaces de hacer, los sentidos posibles que pueden expandir y ahondar. Porque para Arlt los escritores son “buzos” que sumergen las palabras en las profundidades de su tiempo, y exploran el mundo a través de ellas. Cada palabra es un concentrado –se “tiñe”– de su propia época, y por eso su desazón en “La tintorería de las palabras” –una crónica del ’40 con fondo de Segunda Guerra–, al descubrir que el lenguaje se ha vuelto “tartamudo, impotente”. Ya nada orienta siquiera a los buzos que llegan a perder pie hasta en la superficie. “Han variado las velocidades”, escribe: “Para esta suerte de vida que ya no es vida, sino agonía, ¿qué estilo, qué palabra, qué matiz, qué elocuencia, qué facundia, qué inspiración dará el ajustado color?”. Arlt invierte porque quiere tener más para gastar, no es un pequeño ahorrista –es más, los detesta–, está convencido de que el desprendimiento es la respuesta efectiva contra la impotencia.
En las aguafuertes que dedica al cine, reunidas por Sebastián Gallo y con prólogo de Jorge B. Rivera en Notas sobre el cinematógrafo (1997), Arlt hace foco sobre tres constantes. La necesidad de captar la urgencia del presente (que a él lo llevaría a desplazar la novela por el teatro), la tendencia creciente hacia la imitación (todos quieren parecerse a Rodolfo Valentino o Greta Garbo), y por contrapartida la valoración hacia lo que resiste siendo diferente. Así como Valentino es siempre igual a sí mismo y emularlo es un modo de ahorrar para entrar en caja, el actor alemán Emil Jannings representa el puro despilfarro. Mientras los individuos se repiten, dice Arlt, en escasas expresiones, el actor de Alta traición “tiene un mundo” de gestos, y eso lo mantiene vivo, fuera de cualquier caja. Es como Chaplin: su “maravilloso arte” reside en seguir siendo hombre en la pantalla. Arlt se propone registrar los miles de gestos dispares que se mueven a su alrededor, es como si encarnara a El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertog, una película que no vio y, sin embargo, cuesta creer que no sea su propia máquina de escribir registrándolo todo en la ciudad.
Piglia sostiene, en El paisaje de las nubes, que Arlt concibe la literatura como un laboratorio donde examina “las conductas inesperadas y las especies ambiguas”, que son muestras “microscópicas de la vida social”. Es lo que hace en sus novelas, cuentos, obras de teatro, pero también en los textos que publica en la prensa. Los primeros debieron esperar dos décadas luego de su muerte para ser incuestionablemente clásicos, los segundos, más de medio siglo. Un modo de entender la literatura fue lo que signó en cada caso la postergación, y un modo de concebir la escritura fue lo que hizo posible también el reconocimiento. El conflicto no debería ser confinado al pasado, al menos para despabilar tanta historia de certezas. Eso es lo que sucede ante cada nueva edición de las crónicas y las aguafuertes de Arlt; se hace imposible leerlas sin tomarlas como capítulos de las novelas futuras que anunciaba en sus columnas, como si insistieran en que nada puede darse por terminado ni definitivo.
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