Cada tanto, Haruki Murakami les entrega a sus lectores una voluminosa recopilación de cuentos –que en general publica antes en revistas como The New Yorker–, pero esta vez, después de 1Q84 y mientras se espera a mitad de año su nueva novela, llega en castellano un modesto volumen breve con una poderosa unidad: todos transcu-rren en febrero de 1995, el mes que separó al terremoto en Osaka/Kobe de los ataques con gas sarín en el subte de Tokio. Seis relatos de una tensa calma en los que late el vacío de la sociedad japonesa en los años ’90.
› Por Rodrigo Fresán
Luego de esa sobredosis que fue 1Q84 y de los fashbacks de la psicótica El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas y de la ágil y alucinada Baila, baila, baila, este Después del terremoto, en principio, se presenta como algo sencillo de asimilar.
Pocas páginas. Apenas seis relatos; cuando los volúmenes de ficciones breves del japonés suelen ser abundantes. Narración en una poco frecuente tercera persona que impone cierta distancia con un lector ya acostumbrado y hasta adicto a esa enganchadora primera persona de costumbre. Estricto y lineal marco temporal: todas las tramas transcurren en febrero de 1995, el mes “tranquilo” que separó el terremoto en Osaka/Kobe de los ataques con gas sarín en el metro de Tokio a cargo del grupo/culto Aum Shinrikyo, incidente que el autor investigaría en el testimonial Underground. Y –a excepción de uno de los textos– ausencia de elementos sobrenaturales y de gatos que hablan demasiado.
Lejos de los “efectos especiales” de superproducciones como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y Kafka en la orilla, Después del terremoto acaba resultando uno de los títulos más sentimentales (por sentidos) de Murakami. Una rara calma –no la calma que precede sino la que sigue a una tormenta– parece recorrer sus páginas. Pero es una tranquilidad aparente y, enseguida, Murakami (Kioto 1949) nos demuestra que no puede –ni quiere– dejar de ser murakamiano. Y que se lo merece. Y que nos lo tenemos merecido. Porque son muy pocos los escritores vivos que tienen el privilegio y poseen el secreto de cómo hacer que un apellido sustantivo mute a adjetivo calificativo.
Así, disfrutables por separado pero ganando en potencia al ser leídos en su conjunto, seis postales movidas y movilizadoras. Así, las imágenes del sismo emitidas sin cesar por televisión hacen que una mujer por fin abandone a su marido, quien acepta el encargo de entregar una caja de contenido desconocido en “Un ovni aterriza en Kushiro”. Un pintor aficionado al diseño de fogatas se estremece en “Paisaje con plancha”. Un joven se pregunta qué es lo que hizo que su muy religiosa madre decidiera tenerlo en “Todos los hijos de Dios bailan”. Una especialista en tiroides fantasea con la muerte de un enemigo de Kobe en “Tailandia”. Una cruza de La metamorfosis con Godzilla impide el fin de la gran ciudad al enfrentarse a un súper gusano subterráneo en “Rana salva a Tokio”. Un relato infantil con un ominoso Hombre Terremoto funciona como telón de fondo para un triángulo amoroso, las idas y vueltas de un escritor bloqueado a todo sentimiento en la magnífica “La torta de miel”.
Y, por detrás y en todas partes, el eco incesante de esos apenas veinte segundos que cambiaron y acabaron con vidas enteras. Pero Murakami no se conforma con los efectos del desastre natural y profundiza en sacudones más imperceptibles pero igualmente devastadores. Como puntualiza Jay Rubin –autor de Haruki Murakami and the Music of Words– aquí el terremoto acaba funcionando como “despertador que evidencia el vacío en las vidas de toda una sociedad, la del Japón de la década del ’90, vacía de ideales y sin saber en qué gastar todo el dinero que le sobra”. Ese vacío es lo que Murakami parece haber descubierto en el corazón de esa sociedad y lo que el terremoto le obliga a enfrentar después de años durmiendo... Sí: para Murakami –para los personajes de Murakami– el temblar no deja de ser una manera de abrir los ojos.
Y lo de antes, lo de más arriba: ¿qué es ser murakamiano? Entre otras cosas ser algo que bien podría definirse como catastrofista epifánico. Alguien que en la caída hacia el abismo encuentra siempre motivos para la elevación hacia planos superiores de personajes que parecen contemplar el paisaje del desastre desde fuera pero, enseguida, descubren que la procesión va por dentro.
Y que siempre es una procesión rumbo a las ruinas.
Ruinas que son como la punta del iceberg en aquella inamovible ley de Hemingway a la hora de construir historias.
Y bajo las ruinas –invisible pero omnipresente– late y marca el ritmo el terremoto de este narrador sin réplicas que, con uno de sus mejores libros, nos invita a seguir temblando.
Después del terremoto
Haruki Murakami
Tusquets
192 páginas
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux