> GUILLERMO SACCOMANNO ENTRE LOS LIBROS DEL PADRE Y LAS HISTORIAS DE LA ABUELA
”Debía tener siete, ocho años. Y era, en ese barrio de calles de tierra, un lector precoz. En esta precocidad, seguro, incidía mi padre y su voluntad de ser escritor. Pero su vida pasaba por el trabajo y, más que por el trabajo, por la militancia, lo que se traducía en estrecheces económicas. Más de una noche en casa nos íbamos a dormir con un café con leche. No obstante, mi padre se las ingeniaba para comprar libros. En casa había una gran biblioteca en la que convivían desde El Capital de Juan B. Justo a las novelas de Emile Zola y Victor Hugo. En la mesa de la cocina, junto al mate y los cigarrillos, tenía siempre cerca una lapicera con la que subrayaba las páginas que leía. Además, anotaba en los márgenes. En esa época mi padre solía regalarme libros, novelas de aventuras, tanto Salgari como Stevenson. Una noche me sorprendí imitándolo. Me acuerdo de que agarré una lapicera y sobre un ejemplar de La isla del tesoro también yo empecé a subrayar. Subrayaba al azar: a veces tres o cuatro líneas, a veces un párrafo. Subrayaba y también anotaba lo que se me ocurría. Los subrayados y las anotaciones eran caprichosos, arbitrarios. Sin embargo, en esa acción había algo, un secreto que se me negaba. A medida que subrayaba y anotaba, la revelación se iba más lejos. Cuando me acuerdo de estas dos situaciones –mi padre subrayando y anotando en los márgenes, yo imitándolo– se me ocurre que sin darse demasiada cuenta, mi padre me transmitía una lección y que en esa lección residía el secreto: los subrayados, las anotaciones en los márgenes no son otra cosa que una conversación, esa clase de relación reflexiva y dialógica que solo un libro puede proponer.
En ese tiempo, yo compartía una pieza del fondo de la casa con mi abuela gallega. Al acostarnos, en la oscuridad, antes de dormir, la abuela empezaba a contarme unas historias tremendas de su aldea. Contaré solo dos. Una era la historia de un casado putañero. Una noche su mujer y su hija lo esperaron en la calle. Y lo castraron. En la noche, toda la aldea escuchó los alaridos del hombre. Pero nadie, ningún vecino, acudió en socorro del hombre desangrándose. Otra historia de la abuela, la de su prima María. Había tenido un hijo con el cura de la aldea. Y lo había bautizado Jesús. Cuando Jesús cumplió treinta y tres años, se ahorcó colgándose de un árbol.
En esa época observaba a mi padre cuando leía. En mi biblioteca en la misma pieza. En esa época fue cuando empecé a padecer sonambulismo. Me levantaba en la noche, caminaba hacia la biblioteca y sacaba un libro. La voz de la abuela, en la oscuridad, me pedía que volviera acostarme. Le obedecía. Pero llevándome el libro a la cama. Siempre en la oscuridad, mantenía el libro abierto. Y aunque estaba dormido, leía en voz baja. Eso hacía. Y la abuela me lo contaba en la mañana siguiente. Anoche había vuelto a levantarme en la oscuridad, había caminado hacia la biblioteca, había sacado un libro y lo había leído. Siempre en la oscuridad. Durante mucho tiempo le busqué interpretaciones a ese sonambulismo. No creo haber dado con una que, todavía hoy, me convenza. Sería fácil adjudicarle el sonambulismo al efecto de esas historias que mi abuela contaba. Ahora, al hacer memoria, se me ocurre que la búsqueda del pibe sonámbulo era la de una continuación de la voz de la abuela en la oscuridad, la prolongación de sus historias magnéticas en un libro soñado.
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