David Vann ha irrumpido con originalidad en el mapa de la literatura norteamericana. Nacido en Alaska y actualmente residente de San Francisco, sus libros cuentan historias muy duras donde siempre el núcleo narrativo es una familia sometida a la presión de un encierro con algo de voluntario y mucho de atávico. El espaldarazo se lo dio Lorrie Moore por su novela Caribou Island, y ahora se publica Tierra, donde una familia, desde ya, genera la pregunta por el sentido final de la sociedad y de la vida misma.
› Por Laura Galarza
David Vann lleva a un contingente de turistas de paseo por el Caribe. De eso vive. Pero él quiere escribir. Tiene que escribir esa novela. Apoya la computadora sobre sus rodillas. Se le complica, el barco se mueve. Busca cinta velcro y la fija a sus rodillas. Y así, con la computadora adherida a sus piernas, escribe. El aún no lo sabe, pero esa novela algún día será publicada. Hoy David Vann (Alaska, 1966) lleva escritas cuatro novelas en menos de cuatro años. Y en cada una de esas novelas hay una cabaña. Pequeña, de techos bajos, casi sin aberturas. Adentro, intentando recomponer lo que parece imposible, una familia. “¿Qué sentido tiene ser una familia? ¿Por qué lo hacemos?”, se pregunta Galen, el joven de 22 años protagonista de Tierra, la última novela de Vann, recientemente editada por Mondadori después del exitoso boca a boca que se tejiera en torno de la anterior, Caribou Island, el año pasado.
En Tierra, Suzie-Q, la madre de Galen, lo mantiene atado a ella como rehén de su insatisfacción. Sin padre a la vista, la ambivalencia del vínculo se experimenta en carne viva. “Se te ve esquelético”, dijo su madre. Y él volvió a la respiración. Siempre que ella hablaba, él se concentraba de nuevo en respirar, en la respiración expulsa el aire y con él todo el apego del mundo. También adentro de la cabaña, enrareciendo más el aire, la familia materna: una abuela que pierde la memoria quizá para no recordar que vivir con su marido fue un infierno; la tía Helen, despechada por sentirse la hija no elegida, y su hija de 17 años, Jennifer, prima de Galen, que lo acosa sexualmente hasta enloquecerlo. Que se sepa de entrada: en las novelas de Vann la familia no es un lugar seguro. “Me gusta incursionar en ese momento en que las relaciones se descontrolan”, explica Vann. En Tierra hay momentos –pocos– que en torno de la mesa familiar se huele a estofado y todo parece andar sobre rieles. Hasta que alguno abre la boca y entonces se pasa de cero a la locura absoluta en cuestión de segundos: “Preferiría no haber nacido –dijo Helen–. Va en serio. Preferiría haberme ahorrado esta puta vida que me ha tocado en suerte”. O Helen a la abuela: “Todos estamos esperando que te mueras”, mientras, el pie de la primita debajo de la mesa busca la entrepierna de su primo. Lo que complica aún más las cosas –porque en la literatura de Vann siempre lo peor está por venir– es que fuera de la cabaña tampoco hay salvación. Bosque, agua helada, acantilados, animales salvajes, colchones de agujas de pino. Galen intenta caminar sobre el agua porque lee libros New Age y a Castaneda: levanta una pierna “ahora sí”, dice, pero la pierna se hunde en el agua helada. El cuerpo se le divide en dos, mitad vivo, mitad muerto. “Soy un alma vieja”, se define. Y algo de eso hay si lo de viejo va por sabio. Un joven que ve lo que nadie ve. Y a través de esos ojos guía también los del lector. ¿Hacia dónde? Hacia las profundidades. “La vida entera –dijo Galen–. No es más que la reconstrucción de un pasado que en realidad nunca existió.” Camina en círculos bajo el sol, no hay sombra en ninguna parte. “Los humanos habían inventado maneras jodidas de vivir. Residencias para ancianos, coches, pavimentos, metidos en desiertos como aquél, lugares en los que uno no desearía vivir un día más.”
Cuando Vann mete al lector en el bosque, sabe a dónde lo lleva. Nacido y criado en Adak, una pequeña e inhóspita isla de Alaska, de niño se pasaba diez o doce horas fuera de su casa, con el perro, cazando en el bosque. Y cada Navidad su padre le “regalaba” excursiones. “Recuerdo todas las veces que casi morimos bajando ríos torrentosos o haciendo caminatas entre los bosques sin que él tuviera experiencia. Fueron todas situaciones cercanas a la muerte”, ha contado Vann.
En Skkvann Island –así se llamó aquella primera novela que escribió arriba del barco– un padre y su hijo pasan un tiempo en una isla desierta de Alaska a la que sólo se llega por agua. Vann tenía esa historia en la cabeza desde los 19 años. Su padre se pegó un tiro cuando él tenía 12, después de que se negara a pasar una temporada juntos en Alaska para recomponer la relación, ya que por ese entonces sus padres estaban separados y él vivía con su madre en California. “Escribir esa historia fue como haberle dicho que sí a mi padre”, interpreta Vann, que a diferencia de otros escritores de ficción no le da escozor que se sepa que sus historias tienen residuo autobiográfico. De hecho en una de las últimas entrevistas aparecidas en un diario español confiesa haber tenido temor de mostrarle Tierra a su madre, por lo que ella fuera a pensar. “Realmente nos odiábamos”, afirmó.
Aquella primera novela –la del barco, la del padre– sufrió durante años varios rechazos editoriales. Mientras tanto Vann, además de navegar, estudiaba literatura con John L’Heureux, también lingüística y estructura dramática. Hasta que, al revés que en sus historias, algo bueno ocurrió. La novela ganó el Grace Paley 2007 y Lorrie Moore declaró en The New Yorker “no haber visto arte narrativo tan luminoso en mucho tiempo”. El libro circuló gracias al boca a boca y a los libreros. Debieron llegar las repercusiones desde Europa para que recién la crítica de su país le hiciera lugar: el premio Medicis 2010 al mejor libro extranjero y Premi Llibreter 2011. En ese mismo año obtuvo la beca Guggenheim. Lo que sigue, Caribou Island, esa inigualable historia de un matrimonio en ruinas, apareció en 12 países y en más de 65 listas como mejor libro del año. “Estados Unidos no tiene esperanza. Nunca será un buen hogar para mí”, declaró Vann, que dejó California para construirse una casa en Nueva Zelanda. “En Estados Unidos las personas son como bebés grandes para leer tragedias. La crítica allá suele decir: es un buen libro pero no lo compres porque es oscuro”, ironiza Vann, cuya cuarta novela, Goat Mountain, se publicará en septiembre en inglés y –sí, claro– transcurre en una cabaña de caza. “No creo en absoluto que la tragedia sea deprimente. Leer tragedia permite que nuestra vida alcance un sentido. No trato de escribir la gran novela americana. No me interesa en absoluto Jonathan Franzen, mi objetivo es el opuesto al suyo.”
En cambio, Vann habla de Cormack Mc Carthy, Faulkner y Melville. Leer a David Vann es más que abrir los ojos. Es ver lo que hay detrás de las cosas. El negativo de una foto. Después del suicidio de su padre padeció un insomnio que le duró quince años. Entonces Vann se pasaba horas mirando la luna por las noches. El mismo Galen dice en la novela que hay dos maneras de ver el mundo, la luz o las sombras. Y quienes lean a Vann –y sobre todo las últimas 100 páginas de Tierra– sabrán perfectamente de qué lado lo ve.
Tierra
David Vann
Mondadori
244 páginas
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