La visión del escritor israelí Etgar Keret es novedosa y aguda, sobre todo por omisión. Casi sin referencias al conflicto palestino-israelí o a “la cuestión judía”, sus textos se convirtieron en obras sumamente populares en su país, y también fue traducido a varios idiomas. Desde ya, su humor y su tendencia al absurdo no lo dejan al margen de críticas y controversias. Un hombre sin cabeza es un volumen de cuentos que reúne estas peculiaridades de alguien que no parece decir lo que se espera de él.
› Por Ariadna Castellarnau
Un hombre sale con una hermosa chica que por las noches se transforma en un gordito peludo al que le encanta ver fútbol. Pasado el primer momento de estupor, el chico consigue adaptarse a las mil maravillas a la situación y los “tres” logran convivir felizmente. Este es el argumento de uno de los cuentos de Un hombre sin cabeza, de Etgar Keret (Tel Aviv, 1967). Para quien no lo sepa, Keret es un fenómeno literario mundial. Sus volúmenes de cuentos se venden masivamente y han sido traducidos a más de treinta idiomas. Algunos de sus relatos han sido llevados al cine y, por si fuera poco, Salman Rushdie ha dicho de él que es un genio. En Israel lo aman y lo odian por partes iguales: los que lo odian sostienen que es un irreverente por escribir en hebreo y usar el idioma como una especie de slang, mientras que los que lo aman lo hacen justamente por su desacato a la tradición.
La brevedad y el sarcasmo son la clave. La prosa de Keret recuerda a lo mejorcito de Woody Allen y de Jerry Seinfeld. Los tres comparten esa mirada abrumada ante la realidad, como si lo cotidiano les resultara tan inentendible que sólo pueden funcionar como seres relativamente adaptados al medio tras desarmar pieza por pieza el mundo y sus habitantes y comprobar cuán absurdo, arbitrario e imperfecto es su ensamblaje.
Las digresiones hacia lo surreal, lo irónico y lo descabellado son para estos tres grandes humoristas una forma como otra de hablar de la exasperación del mundo actual, de la rareza de todo aquello que consideramos normal, de la vida humana oprimida por la muerte, el dolor y la soledad.
Keret escribe igual a como habla en las entrevistas. Con un lenguaje precipitado, atrevido, fresco y despojado de toda retórica. Uno puede imaginárselo contando su historia familiar casi sin parpadear, con una sonrisita en los labios y a un ritmo vertiginoso. Su madre es una sobreviviente del gueto de Varsovia que con sólo once años presenció el asesinato de su familia y luego se cruzó media Europa con tres costillas rotas. El mejor amigo de Keret murió en la guerra y su hermana perdió también a su prometido. Cualquier otro escritor con menos escrúpulos literarios tomaría todos estos elementos y trataría de ingeniárselas para reescribir con ellos un nuevo Exodus, la célebre novela de Leon Uris, o bien intentaría acercarse lo más posible a las historias de A. B. Yehoshua. Sin embargo Keret no hace nada de eso. Para él, la cuestión judía no es un elemento determinante. A diferencia de muchos autores hebreos, Keret no escribe sobre el conflicto judío-palestino ni sobre la diáspora, la persecución o el sionismo. De vez en cuando un personaje femenino habla de pasada de ese novio que perdió en la guerra o un grupo de chicos y chicas que hacen el servicio militar van de visita al museo de la Shoá y poco más.
La inclemencia discursiva ante los episodios históricos más dramáticos, el humor afilado y descarado que emana de las historias de Keret recuerdan la novela 1948 de Yoram Kaniuk, el padre de la literatura israelí secular, irónica e iconoclasta. Keret forma parte de esta nueva generación de escritores que no pretende en absoluto contar las angustias y aspiraciones colectivas de la nación y cuyos referentes literarios están más próximos a Dave Eggers o David Foster Wallace que a Amoz Oz. Es decir, escritores todos ellos que ponen en el epicentro de sus cuentos al individuo y a toda la artillería de la cotidianidad: el amor, el desamor, el miedo, la frustración, la paternidad.
En sus fábulas que casi rozan lo fantástico y lo absurdo, Keret no solamente refleja una pereza mortal a tomar una postura moral e ideológica sobre “la cuestión judía”, sino que muy a conciencia se convierte en el portavoz (aunque un portavoz bromista) de aquello que Gilles Lipovetsky llamó “la era del vacío”. La temática trivial, el ritmo vertiginoso y el lenguaje transparente de los treinta y cuatro cuentos de Un hombre sin cabeza es el almohadón que amortigua el golpe fatal que acontece una vez que se ha cerrado el libro, cuando ya no escuchamos en nuestras cabezas la voz divertida y ligera de Keret, sino sólo ese murmullo como de fondo de agua que discurre en la última capa de todos los cuentos del libro, y que va haciéndose cada vez más fuerte, más audible.
Quien acuse a Keret de escapista caerá en un error. Porque justamente, en la deliberada omisión de cualquier comentario sesudo sobre la cuestión judía, está su toma de posición: su libertad como escritor de hablar de lo que le dé la gana (de muñecos de Bart Simpson, de un gato muerto llamado Rabin, de chicas delicadas que se transforman en enanos peludos) ante la obligación de ser el portavoz de las apremiantes demandas justicieras de la historia de Israel.
Un hombre sin cabeza
Etgar Keret
sexto piso
170 páginas
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