Dom 24.03.2013
libros

Amargos 16

Un colegio católico en la post-dictadura. Tiempos cruzados, donde la incipiente libertad convive aún con la más rampante represión. Una chica diferente llega al colegio y desarma los moldes preestablecidos. Con Las poseídas, Betina González ganó el VIII Premio Tusquets de Novela y, sobre todo, logró un convincente retrato de la adolescencia según la mirada femenina.

› Por Angel Berlanga

Un colegio de monjas en Olivos en la segunda mitad de los ’80, un grupo de chicas de 16 años y el despertar sexual en ese contexto entrecruzado por la incipiente post-dictadura y los diques obtusos del cristianismo: en ese escenario se desarrolla Las poseídas, el libro con el que Betina González –que nació en Buenos Aires, en 1972– ganó la última edición del Premio Tusquets de Novela. “Cuando pienso en esos días, en ese año, siempre lo recuerdo como una sucesión de destrozos –evoca a la distancia López, la narradora y protagonista–. Las radios pasaban música que trataba de ser ultraviolenta, pero se ahogaba en su propia ingenuidad. Las chicas empezaban a usar las medias y los jeans rotos. El público de los recitales de rock saludaba a los músicos extranjeros con patadas y botellazos mientras en las páginas de los diarios seguían apareciendo tumbas sin nombre, muertos condenados a la identidad única de sus esqueletos.” Ese año es el de la llegada al curso de Felisa, una compañera extrañísima que vivió muchos años fuera del país y carga con una historia tan filosa como oscura.

¿Cuándo la escribiste y cuáles fueron las ideas iniciales?

–La escribí entre 2010 y 2011, pero a la idea de una novela de iniciación de chicas la tenía desde hace un montón; aunque para escribir éste, creo, tuve que escribir primero un par de libros bastante distintos, porque no me cerraba sólo eso, tenía que exceder esto de la iniciación. Y eso se me ocurrió cuando leí Los hermosos años del castigo, de Fleur Jaeggy, un libro que sólo tiene en común con éste el escenario, porque sucede en una escuela católica de chicas: es una novela que me encantó, sobre todo la atmósfera, y me hizo pensar que no había mucho de esto en la literatura latinoamericana, libros que se desarrollen en mundos de chicas. Me pareció también que era una oportunidad para trabajar con los estereotipos alrededor de ellas, porque siempre prima una mirada masculina, y que eso me permitía ser muy irónica.

La palabra que me aparecía, con respecto al tono, era sorna. Pero justo cuando anoté eso, vi que el libro se ponía cada vez más oscuro.

–Para mí lo de la sorna, o de la ironía, va y viene en el texto. Pero es verdad, lo que va pasando en la trama se pone pesado, y a medida que la narradora va acercándose a Felisa y se involucra más, tiene que abandonar un poco la ironía.

Pensé, en algún momento, que la esquizofrenia de Felisa podía ser parte de la narradora.

–Podía haber sido, por qué no. No creas que no lo pensé. Pero como la novela es tan oscura, y tiene tantas subtramas, utiliza para narrar primera y tercera persona, no quería exagerar y que se complicara más.

Y tomar ese camino hubiera inclinado la novela más hacia lo individual y socavado la impronta de conjunto que tiene el libro.

–Más colectivo que irracional, sí, estoy de acuerdo. No lo había pensado así, pero una de las cosas que están fuerte en la novela es el sentimiento de haber sido joven en esa década. Esa impotencia de crecer y ser adolescente en los ’80: para nuestra generación fue un momento de descubrimiento de lo que había hecho la dictadura, de esa gran mentira. La adolescencia es un momento de por sí bastante fuerte, porque descubrís que el mundo de los adultos es un mundo de mentira, de miedo, de incertidumbre, y si a eso le sumás encontrarte con todos esos crímenes que se cometieron durante tu niñez, en un país al que vos veías seguro, previsible... Una generación que sentía, y así lo sentía yo, que no quedaba ninguna posibilidad de rebelión, que no podía imaginarse una revolución, no había quedado nada: detrás sólo había cenizas. Me pareció que la época era apropiada para hablar de esta impotencia: la maravilla de esa fuerza de los 16 años y lo terrible de tenerlos en esa época. Eso es de lo poco autobiográfico que tiene la novela.

Qué desamparadas parecen esas chicas, y sin embargo, en la trama, nadie parece notarlo. ¿Cómo trabajaste eso?

–Me parece que lo trabajé como un dado: un mundo desangelado, sin posibilidades de que algo te ampare o te proteja, en contraposición con una institución tan represora como una escuela católica. Me parece que es un buen contraste, porque los padres de clase media alta dejan a sus niños para que sean protegidos del mundo, y lo que encontrás ahí adentro es lo contrario.

Lo sexual aparece como una cosa muy oscura en la novela, ¿no?

–¿No es una cosa oscura? No creo que sea transparente. Son culturales muchas de las percepciones que tenemos de lo sexual, y si bien sabemos que es un agujero negro, lo que consumimos en general es un erotismo armado sobre otra cosa, sobre el sexo en sí, con el deseo... Bueno: la novela no trabaja con eso, trabaja con el agujero negro. Deliberadamente. Después se naturalizan algunas cosas, pero el momento del despertar sexual es cuando más negro aparece ese agujero.

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