Sidra en el Tortoni
Conversaciones, recuerdos, lecturas
y otras trivialidades literarias
¿Quién escribirá la biografía de los hermanos Canto? Entre nosotros, la biografía literaria no es el género exigente y apasionante cultivado en Inglaterra con tonos tan diversos como, digamos, el Forster de P. N. Furbank, el Strachey de Michael Holroyd o cualquiera de las de Victoria Glendinning. El miedo de aventurarse en terreno minado y una ausencia casi general de editors profesionales, que deja pasar incongruencias y dislates y se conforma con poco, suelen complotar para dejar insatisfecha la curiosidad del lector.
Estela y Patricio Canto atravesaron la vida literaria argentina entre los años 40 y 60 del siglo pasado con independencia altiva y un talento tan desparejo como indiscutible. A medida que van muriendo quienes los frecuentaron, me pregunto quién podrá contarme de dónde venían, cómo se formaron esos seres inteligentes y paradójicos de quienes sólo alcancé a ver fugaces instantáneas. A Estela la recuerdo –atractiva, despeinada, ojerosa– una tarde de 1964 o 1965, despotricando en la librería Letras de la calle Viamonte contra las escritoras “que se muestran por televisión” (eran los albores del imperialismo mediático y estoy seguro de que hoy parecerían tímidas las exhibiciones que entonces la indignaban). A Patricio lo entreví hacia la misma época, discutiendo con Pepe Bianco entre whisky y whisky, en un bar en la bajada de la calle Tucumán, a pocos metros de Reconquista, al que se accedía por tres escalones que le habían merecido el nombre de “La Escalerita”...
Los había leído, sin embargo. De ella intenté varias novelas sin lograr avanzar; décadas más tarde, sentí que había logrado su mejor ficción con Borges a contraluz, esa memoria sin duda narcisista (como toda memoria) pero impregnada de un dolor verdadero, de una lucidez casi sin complacencia. De él había recorrido la diatriba contra Ortega y Gasset y un ensayo sobre Nietzsche, pensadores tan superficialmente conocidos por mí que no me hubiese atrevido a disentir con su análisis; pero eran menos sus argumentos lo que me estimuló que el acceso tangencial a las ideas, la iluminación particular que les dedicaba.
La literatura no está hecha sólo de stars. El contexto, o –si se quiere eludir esa palabra hoy vestida de cierta severidad académica– el humus que alimenta un momento determinado en la historia de la literatura está abonado por tantos soldados desconocidos, sin tumba... La reciente reedición de Emma Barrandeguy, por ejemplo, ha rescatado de la oscuridad a Alfredo J. J. Weiss, para muchos una firma borrosa en la sección Calendario de viejos números de Sur. Y ya que de Sur se habla, ¿quién escribirá la biografía de Vera Macarov? Nunca se consideró una escritora, solamente una lectora hedonista. A principios de los años 40, sin embargo, fue la primera en escribir sobre Nabokov en la Argentina.
De Vera puedo decir que fui amigo, aunque de su pasado supe sólo algunos datos objetivos, huesos sin carne y por lo tanto dóciles a ser vestidos por la imaginación de un joven porteño ávido de literatura: que había nacido con el siglo XX, que su apellido era Ebeloff, que se había educado en el instituto Smolny de San Petersburgo, que su padre oficial del ejército había muerto durante la guerra civil, que con su madre y la hermana Olga habían vivido en Sofía durante los años 20, antes de llegar (¿cómo?) a la Argentina, casada con Jorge Macarov, compañero de armas del padre. Si en París los rusos blancos se habían distinguido como choferes de taxi, en Buenos Aires los Macarov debieron recurrir a su condición de políglotas: él como intérprete en la aduana, ella como secretaria del banquero Tornquist. Más tarde, ya viuda, Vera conoció a Victoria Ocampo yfue “adoptada” en San Isidro, se hizo imprescindible interlocutora de Bianco, escribió para Sur algunas reseñas y un artículo sobre las distintas escuelas de iconos rusos.
De Vera recuerdo sobre todo su insolencia elegante. De algún émigré que había aplaudido la invasión alemana de la Unión Soviética con la esperanza de recuperar sus bienes, comentó: “Ojalá los hubiese recuperado sólo durante veinticuatro horas, a ver si esas vastas propiedades rurales que añora eran algo más que unos terrenitos...”. Su lealtad a Rusia, o (como todo patriotismo) a una idea puramente imaginaria de Rusia, la había llevado en 1941 a apoyar a Stalin sin vacilación. Me explicaba: “Ante nuestro enemigo hereditario necesitábamos un zar para defendernos, zares ya no había, los habíamos matado, ¿qué era lo más parecido? Stalin...” Cuando le pregunté si no le parecía irónico hacerse stalinista sin haber sido nunca comunista, rehusó percibir ironía alguna: “¿Y no le parece más lógico que lo contrario?”
Edgardo Cozarinsky