Dom 02.10.2016
libros

DALMIRO SáENZ

EL ÚLTIMO PECADOR

El pasado 11 de septiembre, a los 90 años, murió Dalmiro Sáenz. Lo primero que surge en la evocación es su faceta de polemista y transgresor que garantizaba revuelo, cuando no censura. Pero Sáenz fue además uno de los más interesantes narradores, y destacadísimo cuentista, surgido de la camada de los años 60, autor de libros relevantes como el iniciático Setenta veces siete, Treinta Treinta, Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes o La patria equivocada. También fue autor de una cantidad de volúmenes tan heterodoxos como conocidos por el gran público, con títulos famosos como ¿Quién, Yo? o Yo también fui un espermatozoide. Perteneció, quizás, a la última raza de los escritores famosos, esos que la gente reconocía por la calle y le pedían autógrafos. Radar lo despide repasando su larga, aventurera y productiva vida (además de haber sido marino y boxeador y de escribir tantos libros, Sáenz tuvo nueve hijos) y un abordaje de su obra entre la escritura, la celebridad y el escándalo.

› Por Juan Pablo Bertazza

Son muchos los escritores que encontraron una nueva forma de ganarse la vida: trabajar de escritores. Presentan, disertan, comunican, difunden, promulgan y hasta publican, a veces, sin escribir. Viven de vivir como, se supone, viven los escritores. Hace dos semanas –justo el día del maestro– murió alguien que representaba todo lo opuesto a eso: no le gustaba demasiado hablar de literatura a pesar de haber nacido el 13 de junio de 1926, es decir, un día del escritor. Después de todo, y ya que están de moda las últimas veces, con Dalmiro Sáenz se fue quizás el último escritor muy conocido por afuera de la literatura; uno de los últimos escritores para los cuales escribir era una vocación que debía ser alimentada por una multitud de trabajos distintos y no al revés, acaso el último escritor que logró despertar interés en el mundo transliterario. Lo cual, se sabe, es casi el único objetivo que persiguen los escritores.

Decir que lo hizo a fuerza de polémicas sería simplista. Es cierto que parte de ese enorme interés que despertó Dalmiro Sáenz en el extrarradio literario se debe a sucesivas apariciones que desplegó tanto en la prensa gráfica (“Creo que Armando Bó era lo contrario de Torre Nilsson: divina persona pero medio bestia. Después, me acuerdo que le tomé un poco de odio a Isabel Sarli porque había hecho sólo cosas comerciales y pobrecita, ¿no? era ella y hacía lo que podía, hacía un papel muy barato”) como en televisión, hablando de peronismo, de símbolos patrios o coyunturas pero también protagonizando un diálogo magistral en 1988, en La noche del domingo.

Sáenz: –En la colección privada del Vaticano hay una virgen, que se llama la Virgen del Divino Trasero, y es una virgen con un culo precioso. Un cuadro muy lindo.

Sofovich: –Una virgen con un culo precioso. ¿No es irreverente eso?

Sáenz: –Dudo que se mantenga virgen mucho tiempo con ese culo.

Esas frases le valieron al programa una suspensión de varias semanas por parte del Comfer, una sanción al mismo Sáenz, una temporada en el freezer a Sofovich, que durante un tiempo fue reemplazado por otros conductores, y hasta la aparición –el día nueve de julio de ese mismo año– de una noticia en El País de España que llevaba como perturbado titular: “Escándalo en Argentina por unas expresiones obscenas sobre la Virgen” y el primer párrafo de la nota aseguraba que “Una entrevista en televisión, en la que se vertieron expresiones consideradas blasfemas contra Jesucristo y la Virgen, ha indignado a la jerarquía católica argentina, ha movilizado a los creyentes, ha escandalizado al presidente Raúl Alfonsín y ha provocado el repudio de los candidatos peronistas que aspiran a sucederle en la presidencia de la República austral. En la normalmente apacible noche porteña, las palabras del escritor Dalmiro Sáenz en el programa del popular presentador Gerardo Sofovich sacudieron a la opinión pública”.

Como si fuera poco, por esos días Sáenz estaba escribiendo, a cuatro manos con Alberto Cormillot, a la sazón ministro de Acción Social de la provincia de Buenos Aires, lo que sería el libro Cristo de pie, acerca de “un Cristo que coge, un Cristo que odia, un Cristo que se casa, que tiene hijos, que miente que es ateo, que no cree en Dios”.

Otro de los escándalos televisivos sucedió más acá en el tiempo, en 2003, cuando Dalmiro Sáenz –hijo de Lucrecia Sáenz Quesada de Sáenz (ganadora de un premio Emecé con su novela Victoria 604) y de un contraalmirante de la Marina Argentina– contó en el programa Indomables sus orgías con Fernando Siro y Elena Cruz, apenas dos años después de que la pareja reivindicara la figura de Videla. Dalmiro Sáenz se había casado con Silvina, la hermana de Cruz, a quien le escribió su Carta abierta a mi futura ex mujer que, según él mismo contaba, le valió el divorcio. Y es cierto que detrás de eso no parecía haber nada muy revelador ni inteligente, pero eso mismo fue lo que le dijo Timmerman en el primer programa de Los Siete Locos, en agosto de 1987, conducido en ese entonces por Cristina Mucci y Tomás Eloy Martínez. Ahí Jacobo Timerman –uno de los invitados del programa junto a Osvaldo Soriano– le marcó una gran verdad: que su literatura pasa de la profundidad de ciertos libros como Setenta veces siete a la superficialidad de chascarrillos como Yo también fui un espermatozoide que Woody Allen no escribiría ni en sus peores días. Y él mismo lo aceptaba porque la contradicción constituye quizás uno de los grandes ejes de la carreta–y de la carrera– de Dalmiro Sáenz, algo presente en toda su vida y obra, incluso en ese curioso destino donde fue a parar en el exilio, durante la dictadura militar, que si uno lo escucha rápido y al pasar, parece casi un chiste: Punta del Este.

CUERPO A CUERPO

Así y todo, sería necio no advertir que esas mismas apariciones fueron extremadamente literarias aun cuando no buscaban serlo. Porque estaban un paso adelante: el diálogo sobre la Virgen terminó transformándose en un leading case que se estudia en derecho internacional. Todo empezó cuando el abogado Miguel Ángel Ekmekjian interpuso una acción de amparo para que se leyera una carta en respuesta a los agravios de Sáenz, el juez en Primera instancia rechazó el pedido entendiendo que el derecho a réplica no estaba reglamentado en el derecho interno y, entonces, la Corte Suprema sentó precedente al dar lugar, en julio de 1992, al Recurso Extraordinario en nombre del artículo 14 del Pacto de San José de Costa Rica, lo cual modificó su criterio tradicional respecto a la prioridad de los ordenamientos jurídicos interno e internacional y ubicó los tratados internacionales por encima de las leyes del Congreso, en un fallo que mereció serios cuestionamientos. En otros casos, podría pensarse que esas apariciones constituían casi performances literarias que encandilaban al mismo tiempo que hacían abrir los ojos.

Para decirlo de una vez por todas: la atracción que generó Dalmiro Sáenz va mucho más allá de la polémica televisiva. Tiene que ver con la singularidad de una literatura que (era su frase de cabecera), no se toma en serio porque “nunca me sentí un escritor, me siento un tipo que escribe y me veo muy distinto a los escritores normales”, aun cuando sus grandes hits, los elogios y premios cosechados y las versiones cinematográficas de sus libros sacarían el sueño a cualquier otro escritor, como la publicación en 1991 de otro de sus grandes libros, La patria equivocada, en Biblioteca del Sur o su exitosa labor como guionista de películas como Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes (basado en su propio relato) que ganó –¿qué mejor premio para alguien como Dalmiro Sáenz?– la Concha de Oro en San Sebastián. Lo notable es que no se trata tampoco de una literatura aislada ni lo que podría decirse, marginal. De hecho, la literatura de Dalmiro Sáenz participa de una especie de juego de espejos que consiste en parecerse a otros para luego diferenciarse: tiene algo del realismo de Viñas pero enseguida deja de parecerse a él por la decisión expresa de no politizar de manera lineal su literatura, aun cuando escribe libros como La patria equivocada o El argentinazo donde dice que “desde el principio de nuestra historia la palabra patria se confundió con la palabra clase”. Se parece por momentos a Fogwill en esa confiada naturaleza outsider que ostentaron los dos pero se termina distanciando de él ahí donde Fogwill barre de un plumazo su existencia extraliteraria para obsesionarse con la idea de consagrarse como escritor.

Y es que la atracción de Dalmiro Sáenz abreva también en su propia vida, cargada de oficios terrestres –y también marítimos– que se metieron de cabeza en su literatura. Porque además de sus viajes aventureros de artista cachorro como marino de un buque carguero que lo arrojó a destinos como Ushuaia y La Antártida, además de su afición al box y de su participación en Montoneros (en una entrevista con este suplemento en 2008 aseguró que participó de un operativo grande: el ataque a la prefectura de Zárate que tuvo lugar el 1º de enero de 1972), Dalmiro Sáenz también hizo trabajar a sus personajes literarios, quemando las altas calorías de una literatura en la que, en general, se trabajaba poco y en la que algunos de sus contemporáneos como Beatriz Guido y Manuel Mujica Lainez exhibían la lánguida vagancia de sus personajes. En la literatura de Sáenz, por el contrario, abundan alienantes tareas de campo en pueblitos perdidos de provincia y distintos rebusques como la meteórica y patética carrera que emprende el boxeador del cuento “Propiedad”(incluido en Setenta veces siete), que decide colgar los guantes cuando, en medio de una reacción heroica ante la sucesión de trompadas que le venía dando su contrincante, se da cuenta, debido a las carcajadas del público cruel, que el impresionante gancho izquierdo con que podría haber dado vuelta la pelea no se lo había encajado a su rival sino al referí.

Precisamente en Setenta veces siete, opera prima publicada en 1958 que en su momento ganó el Premio Emecé, se convirtió en uno de los libros más leídos del año y fue llevada al cine de la mano de Leopoldo Torre Nilsson y, con el tiempo, se transformó en su obra más emblemática.

En otras palabras, la de Dalmiro Sáenz es una literatura que parece escrita por un hombre más que por un escritor, una literatura llena de revoques, abusos, adjetivos, sangre, lágrimas y chamuyos, que transpira paradojas, que a veces se vuelve confusa de tan laberíntica (“y los tres miraron con la desilusionante sensación que sienten los hombres que recién se sienten hombres en presencia de mujeres que son realmente mujeres y que, en sus sueños de hombres que todavía no son hombres, imaginan como mujeres que realmente no son mujeres”), una literatura que duda, se corrige y se contradice sobre la marcha, una literatura neurótica, nerviosa y obsesivo compulsiva que, sin embargo –y esa es quizás la gran paradoja que encarna la obra de Dalmiro Sáenz– no sólo se escribe con el cuerpo sino que tiene como faro la traición y la queja existencial de esos grandes protagonistas de sus libros que son las personas físicas, “gente que siente el dolor físico exclusivamente, porque vive una vida física exclusivamente”, personas unidas por un tipo de amistad que “se apodera de ellos no con la tibieza blanda de las amistades normales, sino de una forma fuerte y áspera como la amistad de los condenados en un mismo presidio o de los soldados en una misma trinchera” y que, en lugar de practicar el amor a largo plazo –el amor como un plazo fijo– salen de los prostíbulos “con la escasa dosis de alegría física que el desahogo también físico produce en las vidas físicas de los hombres”.

En otra entrevista que puede verse por estos días en Youtube, un Dalmiro Sáenz irreverente commed’habitude pero también algo más sosegado, que venía de publicar su último libro, Pastor de murciélagos (título de una belleza que no debería pasar desapercibida) aseguraba, auténtico,que “la vida dentro del universo cultural no es vida, es subsistencia, no es vivir. El artista es un enfermo que no sabe convivir con un mundo que habla otro idioma, entonces inventa un idioma que trata de imponer y ese invento es el mundo verdadero”. Bueno, eso mismo es lo que dejó Dalmiro Sáenz. Eso que queda de inspiración más allá de las técnicas literarias, eso que queda de pecado del otro lado de la transgresión.

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