Dom 02.10.2016
libros

PENSAR EN CONTRA

› Por Paula Pérez Alonso

Dalmiro Sáenz fue un escritor de una enorme ductilidad para adoptar diversos registros y abordar todos los géneros. No hay en la literatura argentina autores que, como él, se hayan dedicado al teatro, al cuento y la novela, impulsado por la lucha contra el estereotipo y el afán por provocar el pensamiento. Fue un gran escritor que no la iba de puro, porque sabía que la pureza no existe. Desplegó un arco expresivo que va desde la parodia del absurdo hasta novelas de malones en la Patagonia, tramadas con héroes y antihéroes en tierra claramente argentina. Sus lecturas se concentraron en algunos autores de ficción y mucho de historia. Entre la inmensa curiosidad y el asombro, no perdía la dispersión de la vieja mirada.

En una época en que se hablaba de “los burgueses”, él corría siempre en territorio contrario: el de la bohemia insumisa. Fue un iconoclasta genial, en realidad lo distinguían varios rasgos que lo hacían bastante único. No era fácil conocerlo porque no le gustaba hablar de sí mismo; tampoco era un ensimismado, muy por el contrario, era un mirón y un preguntón. Le resultaba más interesante el otro, entonces preguntas agudas, directas, su forma de seguir pensando y no dar nada por sentado. Y escuchaba, no era retórico, no largaba la pregunta para volver a escuchar su propia voz en otra intervención, lo hacía por interés y verdadera curiosidad, establecía un diálogo. Fernando Sánchez Sorondo, que lo conoció bien en la diaria durante años porque estuvo casado con su hija Marcela y fueron verdaderos amigos, dijo que nunca lo oyó criticar a nadie. Yo no lo conocí tanto pero sí puedo agregar algo al menos raro en la Argentina y en esa generación, en la que los sentimientos se ocultaban más que lo que se decían: Dalmiro expresaba su admiración por otros hombres y por otras mujeres con todas las letras, lo hacía público, para que apreciáramos algo que tal vez no habíamos advertido del todo. Recuerdo cómo hablaba de Julio Llinás porque admiraba su inteligencia creativa para la literatura y la vida. Era difícil que lo hicieran entrar en competencias estériles. No tenía reparos o pudores al manifestar sus certezas o, muy por el contrario y con la misma intensidad, sus vacilaciones o su ignorancia. Mientras otros se desvivían por reafirmar sus guapezas en cada gesto o no se animaban a descartar las imposturas, él decía “Yo soy lesbiano”, y admitía su ambigüedad frente a la compleja ambivalencia, se resistía al restrictivo mundo binario y dejaba abierta otra posibilidad genuina, como rebelde verdadero que combatía los prejuicios y al que le costaba domesticarse.

Dalmiro podía describir con una gracia enorme cómo un coronel maneaba un caballo y lo derribaba sin violencia mientras extendía su poncho para acostarse a su lado y descansar un rato en el desierto, y también con sutileza y suavidad inventar mujeres duras y tiernas, creíbles, como pocos lo han logrado.

Era un escritor de la experiencia, nada le interesaba más, y de alguna manera sus ficciones pasaban por el cuestionamiento como impulso vital, la indagación que operaba como subtexto y demandaba una verificación.

La patria equivocada se iba a llamar “Sable en mano y a degüello”, título que a mí me encantaba pero Juan Forn le sugirió cambiarlo por uno menos brutal, más poético. Me acuerdo bien del original que Dalmiro trajo para la colección Biblioteca del Sur: escrito a máquina, y el título en tinta azul y letras de imprenta, a mano, justo arriba del primer capítulo, en la misma página. No era la época del anillado y tampoco tenía una portada, como si se tratara de un libreto de teatro, había sujetado las hojas con unos ganchos, lo recuerdo con nitidez. El imaginó que el título podía sonar demasiado dramático y nos miró a Juan y a mí con cierto pudor y una media sonrisa que admitía sugerencias. Pero sabía que tenía un material muy bueno en esa nueva invención, una novela raramente lírica sobre la traición.

Siempre fue una alegría encontrarlo, charlar y trabajar con él, relajado pero alerta, los ojos brillantes, atento y perspicaz. ¡Qué maravilla su falta de solemnidad! El humor también lo incluía, y reconocía una metida de pata sin problema. ¡Era siempre él mismo! Quería desmontar las convenciones, buscaba saber qué había detrás de esas construcciones como el éxito, las metas, la necesidad de crear y creer en un “país” o el pre-texto de que el amor de pareja está hecho para durar.

Cuando publiqué mi primera novela y tuve que ir a la primera entrevista, lo encontramos con Flor Ure en un programa de TV. Yo estaba nerviosa y verlo a Dalmiro me tranquilizó. A la salida y en el taxi que compartimos noté que estaba medio enojado. Me dijo que me había escuchado y que era un desastre, que no podía vender mi libro así, que no se cuenta un argumento, no podía arruinarlo de esa manera. Me sorprendió que se hubiera tomado el trabajo de escuchar con atención y de decírmelo. Otro día en la editorial me instruyó con ejemplos claros, y nos reímos mucho de mi torpeza. Después de este intercambio de confianza sobre lo que más nos interesaba, me animé a preguntarle si presentaría mi novela. Me dijo que sí y le agradecí su generosa disposición.

Hacía años que Dalmiro se había apartado de los lugares que solía frecuentar. Siempre tuvo una gran conciencia de lo estético. La noche del velorio en el Concejo Deliberante, donde estaban sus nueve hijos, Dolores y Juan Cruz nos contaron que la noche anterior tuvo un infarto y se cayó, y en la caída se había lastimado la frente. Para ellos, esa herida era la última marca de su carácter de luchador. En 1970 había escrito el cuento y el libro El que muere pierde; imagino que ahora, que ya había cumplido 90 años, con su enorme lucidez podía adscribir a la frase de Hemingway: “Il faut (d´abord), durer. Il faut (après tout), mourir. (Primero, hay que vivir. Después, hay que morir)”. Aclaro que esto es una presunción mía. Los muertos también reclaman su intimidad.

Tal vez sea el momento de volver a leer sus cuentos y sus novelas. Va a ser un alivio reencontrarlo ahí.

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