› Por Guillermo Saccomanno
A Dalmiro Sáenz se lo ha criticado más por sus actitudes públicas que por su literatura. Tal vez convenga entonces pensarlo en su procedencia, la literatura de los 60 y el modo de presentación de los escritores “jóvenes” que se pensaban, creían o sentían ser cuestionadores. Los escritores jóvenes empezaban a asomar en diarios y revistas con una imagen distinta. Se agitaba una renovación de la literatura. Los escritores se presentaban en las solapas de sus libros exponiéndose con una fatuidad afirmada en una experiencia dura. Curtidos, eso. También contaba la imagen. Paradigmática la foto de Viñas en su libro de cuentos Las malas costumbres. En camisa, cruzado de brazos, bigotazo, expresión adusta, y detrás un afiche de la CGT, una manifestación. Otro caso, Conti, desde una cierta distancia del gueto, se presentaba en la foto de solapa de Sudeste como hombre del río, un perfil melancólico, con pasado de navegación. La experiencia vital garantizaba la literaria. Quien más, quien menos, en la generación de Sáenz, construía su personaje: el torturado, el politizado, el aventurero. La posmodernidad se ocuparía de licuar esa impronta de lo experiencial. Los escritores no serían ya de ninguna parte, ni siquiera de sus libros. Haber incursionado en el box, tener un pasado de maestro rural o de proletario eran señales de una historia personal intensa, que se proyectaba en una literatura que reflejaba lo vivido. (En el monumental Borges de Bioy se da testimonio de que estos escritores nuevos intimidaban al establishment. Daban tanto miedo como el comunismo. Los nuevos resolvían las discrepancias a las trompadas. Lo que se llamaba poner el cuerpo. Y nada asustaba más a los de Sur que ponerlo). De un libro en el que la violencia destemplada y el sexo se plantaran como constantes se decía que era “fuerte”. Especialmente, lo “fuerte” eran las escenas de sexo. “Fuerte” era un adjetivo que salía mucho. Setenta veces siete (1956), la primera colección de cuentos de Sáenz se ganó esa calificación. Si bien obtuvo un premio y recibió una crítica con espaldarazo de Sur, Sáenz no tenía nada que ver con la revista de Victoria Ocampo. Le seguirían No (1960), Treinta treinta (1963) y Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes (1965). Su escritura no era ajena a lo que se publicaba a su alrededor. Vale citar unos pocos: además de Viñas, Castillo, Rivera, Walsh. Puede constatarse en las fechas de publicación esto que digo de los 60, en particular, la segunda mitad de la década. Convengamos, toda esta literatura “fuerte” lo era como la generación que la escribía comprometiéndose en política sin dudar en discutir lo que fuera necesario. Y lo que era necesario, era todo. A la dictadura de Onganía se le hacía difícil controlar la insurgencia que se venía. La Revolución Cubana era un ejemplo. El Cordobazo estaba en el aire. Aunque no se tradujera de forma explícita en los textos, estas influencias pesaban. La nueva literatura acusaba la realidad. La validez de un escritor se basaba en su experiencia vital más que en lo literario. Eran sus atributos personales los que robustecían la ideología de un realismo tenso desde la influencia de Hemingway. Dalmiro Sáenz, cumpliendo con las exigencias biográficas de su generación, se había embarcado hacia la Patagonia. Había leído por primera vez El sonido y la furia a bordo. Y entonces se decidió a escribir. Más tarde se afincó con su mujer y sus siete hijos en una estancia en el sur.
Hay en su biografía un paréntesis en los 70: militancia, persecución, exilio. Es cierto, después de esos primeros libros su obra se expande en otras direcciones. El tipo atlético, el boxeador, el karateca, el don Juan, bronceado hasta en invierno. El escritor que provoca en cuanto medio lo invita se transforma en un “personaje” siempre a mano. El escandalizador en la gran aldea pacata. Sin embargo, hay una vuelta del escritor “fuerte” en los 90. Sáenz publica La patria equivocada, que leí de un tirón, a la misma velocidad con que había leído sus primeros libros. Alguna subtrama de la novela proviene de sus cuentos, allí estaban también sus obsesiones, sus constantes. En el marco de la “conquista del desierto”, los blancos de Villegas, el exterminio de la indiada y el poder, el sexo bárbaro. Me acuerdo que me reuní con él para hablar de la novela. Quería comentarla. Y fue escaso lo que hablamos. Sáenz no era de hablar de literatura. Si bien daba taller, se ganaba más la vida refaccionando casas. Después publicó Malón Blanco” y Mis olvidos, o lo que no dijo el General Paz. Todas comparables con su primera obra.
Muchos de los obituarios de estas semanas han coincidido en este planteo, el personaje ganándole al escritor. Y este apunte tal vez no es la excepción. Pero hay que destacar que en un hecho más importante coincidieron las notas de estas semanas: en el mérito de una prosa temprana en la que ya convivían la influencia de Faulkner cruzada con una perspectiva cristiana - no católica, no beata, no dogmática; cristiana subrayo - en la que se afirma una ética, la toma de partido por las víctimas allí donde se encuentren. Y este será el Sáenz que aguantará la prueba del tiempo.
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