libros

Domingo, 2 de noviembre de 2003

RESEñA

Una enorme distracción

EL EDITOR
Thomas William Simpson

Trad. Carlos Mayor
Buenos Aires
Ediciones B, 2003
392 págs.

POR SERGIO DI NUCCI

El nuevo thriller erótico y psicoanalítico que anuncia la portada de este volumen comparte sólo el ánimo de una reconocidísima tradición puritana de las letras norteamericanas. Se trata de aquel linaje que insistió muy a menudo en que la distracción es el punto nodal de las mayores desgracias humanas. En The Big Test: The Secret History of the American Meritocracy (1999), Nicholas Lemann escribió sobre esta auténtica obsesión nacional, pero lo hizo para explicar la devoción de las escuelas estatales de Estados Unidos por aplicar los tests de inteligencia. El Educational Testing Service, promovido por Henry Chauncey, tuvo tanto éxito porque retomaba, vía los medios técnicos del siglo XX, las exigencias de los padres fundadores de la nación, algunos de ellos ancestros puritanos de Chauncey. Al ambiente generalizado de error y desorden que presentaba el Nuevo Mundo, el puritanismo opuso un código moral sistemático que aspiraba incluso a la cientificidad y que exaltó el triunfo de la voluntad sobre las pasiones, de la razón sobre los prejuicios y (como si fuera lo mismo) de la libertad sobre el despotismo.
Thomas William Simpson hace de la distracción y sus consecuencias el leitmotiv que explica la conducta humana, o al menos la conducta novelesca. Es un estilo muy norteamericano: el padre que llega tarde a casa porque se tomó una cerveza de más, sólo para ver a su familia deshecha; o aquel que prometió cortar el césped, lo deja para mañana, pero su mujer, que es impaciente, lo releva y se despedaza. A menudo lo que sigue es el lamento del protagonista en doscientas páginas por no haber hecho lo que debía hacer.
Quizás por cumplir sólo a medias con este modelo, El editor se convirtió en best-seller. Comienza con una cita de John Clare, hoy el poeta romántico inglés más a la moda: “Si la vida tuviera una segunda edición, ¿cómo corregiría las galeradas?”. El narrador es un editor, Sam Adams, que no se resiste a las frases fáciles: “¿Suiza? ¿Por qué Suiza? ¿Quién la habría invitado a ir a Suiza? ¿Un antiguo amigo? ¿Un nuevo amigo? ¿Un seguidor incondicional? ¿Albert Schweitzer? ¿Santo Tomás de Aquino?”. Casado y con hijo, un asesino, de pronto, lo deja sin ambos parientes. Terapéuticamente comienza a escribir un diario personal, cuya lectura es el modo por el que avanzamos en el relato.
Se ha escrito mucho acerca de los beneficios de la mudanza cuando se pierde a quien vivía con uno, así que, también por terapia, Sam decide aceptar la oferta que le propone un completo desconocido. Pero resulta que la madre de este completo desconocido es una exótica violonchelista ciega, que vive muy cerca de la casa que alquiló Sam. Como Sam es un editor, no puede resistirse a las mujeres. Inicia entonces una relación con la violonchelista que al principio es intrigante, y luego desastrosa.
La novela acaba burlándose convenientemente del puritanismo, de la ilustración, de los ideales del liberalismo, del rigor y de la falta de rigor: es, sin duda, una novela moderna. Si Graham Greene podía decir que los personajes de Henry James son el mal y que los encontramos paseándose elegantes bajo el sol de Bond Street, a los de Thomas William Simpson se los podría ver aun en el porteño Palermo Hollywood. A su manera, lo resume así la solapa: “Simpson demuestra que unas buenas dosis de pasión, lujo y sexo pueden convertir hasta al tipo más listo en un pelele”.

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