SE PUBLICA UNA BIOGRAFíA DE LUCíA JOYCE
La loca de la casa
En Lucia Joyce: To Dance in the Wake, Loeb Shloss, especialista joyceana y profesora en la Stanford University Carol, vuelve a examinar la vida de la hija del más grande escritor irlandés de todos los tiempos y, de paso, acusa a biógrafos previos de haber contribuido a crear una imagen desequilibrada de la joven.
Por Rodrigo Fresán
Una noche de 1933, el teléfono comenzó a sonar sin pausa en la casa de James Joyce. Amigos, periodistas y admiradores llamaban una y otra vez para comunicar la buena nueva: los tribunales norteamericanos habían alcanzado el veredicto de que Ulises no era un libro obsceno. Era un libro libre de toda culpa y cargo y, por lo tanto, digno de su inmediata publicación en los Estados Unidos. Lucía Joyce -hija alucinada de veintiséis años, huésped de su familia entre un loquero y otro, mirada bizca y corazón destrozado– acabó cortando los cables del maldito aparato mientras declaraba a su familia y a la posteridad toda: “La artista soy YO”. “C’est moi qui est la artiste!”, dijo Lucía. Y su padre la miró con amoroso, confundido y triste orgullo.
UNO “La chispa o el genio que yo poseo, sea lo que sea, ha sido transmitido a Lucía para encender un fuego en su cerebro”, escribiría Joyce, en 1944, cuando su hija estaba ya más allá de toda ayuda y –según los que saben– se había convertido en una tan refulgente como secreta nota al pie de Finnegans Wake. Sí, Lucía bailaba mientras su padre escribía el libro que muchos pensaban destinado a cambiar el rumbo de la literatura de Occidente; Lucía fue la inspiradora directa del personaje de la “chica arco iris” Anna Livia Pluravelle; Lucía –por insistencia de su hermano alcohólico y de una madre celosa que la odió desde su nacimiento, dicen– volvió a ser internada para que dejara de molestar a su padre mientras éste intentaba concluir su monumento de letras y sonidos. Así, Lucía fue borrada de la historia familiar y se convirtió, hasta su muerte en 1982, en la sombra de una sombra. Oscuridad que ahora ilumina la tan apasionante como apasionada biografía Lucia Joyce: To Dance in the Wake de la especialista joyceana y profesora en la Stanford University Carol Loeb Shloss (Farrar, Straus and Giroux). Casi 600 páginas que se leen como una suerte de trágica y modernista novela dickensiana cargada de símbolos, de significados, de una tristeza más allá de toda posible interpretación. Un huracán en cuyo ojo Lucía baila primero bajo las órdenes del hermano de Isadora Duncan (las apreciaciones de su talento van de un “sutil y bárbara” a un “fils prodigue, es una mezcla de pies de acero y neoStravinsky”, pasando por un “de seguir así, James Joyce acabará siendo conocido como el padre de Lucía Joyce”); luego se pasa al ballet clásico (a los veintidós años, mala idea); se mete y es abandonada en las camas de Samuel Beckett (secretario de su padre) y de Alexander Calder; anuncia triunfal un poco creíble lesbianismo, y comienza a caer en arrebatos de violencia –al enterarse de que sus padres nunca estuvieron casados y de que, por lo tanto, ella era una bastarda– que determinan la primera de muchas “institucionalizaciones”, donde la consideran sujeto ideal para probar todas esas novedosas drogas que llegan de los laboratorios. Los diagnósticos se suceden e invocan tecnicismos como “hebefrénica”, “acomplejada por su estrabismo”, “maleducada”, “ciclotímica”, “esquizofrénica” y “marcadamente neurótica, pero no lunática”. De tanto en tanto, Lucía Joyce abre las hornallas de la cocina de su casa: le gusta mucho el perfume del gas.
dos Lucia Joyce: To Dance in the Wake es, también, un libro de denuncia. Loeb Shloss acusa aquí a los biógrafos que la precedieron en la cartografía del mundo según Joyce. Su dedo acusador señala muy especialmente a Richard Ellman con su clásico Joyce y a Brenda Maddox y su Nora: A Biography of Nora Joyce) por haber aceptado –por comodidad y porque así se lo exigieron los herederos y protectores del legado familiar, quienes llegaron a destruir la correspondencia entre padre e hija y requisar cartas de la National Library de Irlanda– condiciones e imposiciones a la hora de escribir sus libros. Según Loeb Shloss –suena un poco fuerte– tanto Ellmann como Maddox accedieron a presentar a Lucíacomo una simple loquita y no escarbar demasiado en su vida, a cambio de tener acceso a materiales privilegiados y del permisos para citarlos. En resumen: la tesis de Loeb Shloss es que Lucía no estaba loca sino que fue enloquecida por su entorno y que hasta ahora la “versión oficial” de Lucía era básicamente el producto del testimonio malintencionado de María Jolas, amiga de la familia, quien siempre la detestó. De ahí que advierta que “ésta es una historia que se suponía nadie debía contar”. Y la cuenta con pasión justiciera, con ganas de revancha, con elocuencia de un abogado que cree en la inocencia y en el talento de su cliente y que no piensa dejar de alegar hasta que el jurado se rinda a sus pies y pida perdón después de tantos años.
tres Lo que, sí, ubica sin problemas a Lucia Joyce: To Dance in the Wake en esa subcategoría biográfica que es la vida y obra redimida de quien, hasta entonces, era considerado un actor de reparto más o menos privilegiado. Ya pasó a la hora de rescatar a Zelda Fitzgerald y a Vivienne Eliot (otras dos mujeres encandiladas o no hasta la locura por el resplandor demasiado próximo del genio); sucedió de manera más sutil (y acaso más patológica) con Véra Nabokov, y –para no ponernos tan feministas– hagamos aquí un minuto de silencio por la sufrida y paciente existencia de Leonard Woolf.
En este caso en particular cabe señalar un detalle inquietante y que seguramente provocará polémica en los ambientes académicos: poco y nada queda de los escritos de Lucía Joyce, por lo que su biógrafa se ha visto obligada –así lo confiesa– a imaginar a Lucía a partir del testimonio de conocidos, de la fría lectura de historias clínicas a la largo y ancho de los sanatorios de Europa y de los reveladores fragmentos de algunos sketches autobiográficos de Lucía depositados en la Texas University. A partir de ellos, Loeb Shloss llega a insinuar que posiblemente hubiera existido algún tipo de contacto sexual entre Lucía y su hermano Giorgio y que éste hubiera alentado sus internaciones para así esconder el episodio entre paredes acolchadas. Y postula también la poco firme y demasiado entusiasta teoría de que la hija ayudó al padre a escribir Finnegans Wake por la inspiración simbiótica de bailar en la misma habitación donde “hay flujos, intensidades” mientras Joyce creaba “atendiendo la elocuencia autónoma de Lucía: entiende su cuerpo como el hieroglífico de una escritura misteriosa, de un lenguaje que ambos hablaban”.
Lo que sí sobrevive a todo malentendido, omisión o teoría –lo que sí conmueve– es el profundo, culposo y desesperado amor de Joyce por su hija. “Una de las grandes historias de amor del siglo XX”, según la biógrafa. Ese convencimiento casi a escondidas de Joyce del talento de su hija; de que no estaba loca sino de que era “un ser especial al que yo puedo entender en casi todo”, y de que podía ser aliviada por tratamientos con hormonas, por sesiones con Carl Jung (quien, según Loeb Shloss, acabó de desequilibrarla utilizándola como conejillo de Indias), por el mundo del arte (Joyce la alentó a que se convirtiera en diseñadora de tipografías e instruyó a sus editores que le encargaran trabajos a ser pagados con dinero de sus propios royalties). Muerto Joyce, Nora y Giorgio se encargaron de cerrar la puerta y tirar la llave.
No puede asegurarse que Lucía Joyce haya muerto sana, pero sí que murió feliz el 13 de diciembre de 1982, en un asilo para enfermos mentales de Northampton, Inglaterra. Los que la conocieron aseguran que nunca leyó Finnegans Wake y que recordaba con cariño a toda su familia. Y que nada le interesaba menos que ser una artista.