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Domingo, 29 de febrero de 2004

SIDRA EN EL TORTONI

Conversaciones, recuerdos, lecturas y otras trivialidades literarias

Los contratos firmados con los muertos nos obligan para toda la vida. Jean Leymarie, autor del que posiblemente sea el único ensayo interesante escrito por un francés sobre Picasso, aventura esta hipótesis: la inaudita disciplina del artista, esa capacidad (que nunca lo abandonó) para no dejarse distraer de su trabajo, tuvo su origen en una promesa. A los trece años de edad, ya considerado un genio por su padre, el artista adolescente hizo el voto de abandonar la pintura si su hermana, gravemente enferma, se curaba; la hermana murió y el joven Pablo se habría sentido “condenado” a honrar infatigablemente esa promesa, ahora a través del reflejo, invertido como en un espejo, de sus términos.
No sé si esta trama psicológica es aceptable fuera del dominio de la ficción. Es, en todo caso, atractiva, y en ella me parece reconocer una pregunta más frecuente y oscura. ¿Cómo conocer, aun sin pretender entender, a quienes nos rodean? Con los muertos famosos, abrumados por biografías y memorias ajenas, aparece el espejismo retrospectivo de una explicación de su conducta; pero la contradicción acecha, siempre, para desbaratar esos edificios póstumos.
Picasso, tras una breve estadía en Royan, pasó los años de la ocupación alemana en París, en su atelier de la rue des Grands-Augustins. En 1944, pocos meses antes de la Liberación, no quiso interceder ante el ocupante para evitar la deportación de Max Jacob: el poeta había sido arrestado el 24 de febrero en su refugio monástico de Saint-Benoît-sur-Loire. Esa omisión no ha dejado de perseguir a biógrafos y memorialistas, que la interpretan diferentemente. Todos coinciden, sin embargo, en una cita aproximada: a quienes fueron a pedirle su intervención, acaso solamente su firma, Picasso habría respondido “Max es un ángel, sólo tiene que levantar vuelo...” (Variaciones registradas: “es un elfo” o “es un duende”.) Jacob murió el 5 de marzo en el campo de Drancy, estación de donde partían los trenes hacia Auschwitz.
Picasso y Jacob se habían conocido en 1901. Compartieron la bohemia de la época, y Picasso, heterosexual convencido, se divertía dejándose desear por el amigo homosexual, con quien compartió un estudio en el boulevard Voltaire entre 1902 y 1907. A pesar de la frecuentación de Modigliani y Apollinaire, en 1909 Jesucristo se le apareció a Jacob en un pliegue de la cortina del cuarto; en 1914 reapareció durante la proyección de un film. Fue así cómo, en 1915, el poeta judío decidió acatar esas visiones y se hizo bautizar en el convento de Sión, en la rue Nôtre-Dame-des-Champs. Picasso fue su padrino. La leyenda quiere que, entre sus últimas apariciones públicas de la época, Jacob llegara borracho al entierro de Eva Gouel, amante de Picasso, e intentara seducir al conductor del coche fúnebre... De 1921 a 1928, se retiró a Saint-Benoît-sur-Loire; de 1928 a 1936 volvió a practicar la vida parisina; en 1936 regresó, ya definitivamente, a su retiro; París no lo olvidó: Cocteau, Éluard, Léger hicieron frecuentes peregrinajes laicos para visitarlo. Picasso también.
En 1942, Jacob hace un gesto temerario: a pesar del precario amparo del bautismo y del retiro, decide coser a su ropa la estrella amarilla que lo designa como judío. Ese año mueren, en el campo transitorio de Compiègne, su hermana Julie-Delphine y su cuñado; al año siguiente su hermano Gaston es gaseado en Auschwitz; en enero de 1944, su hermana Myrté-Léa. Cuando lo arrestan tiene sesenta y ocho años de edad y está enfermo; la medida carece de sentido fuera de la histeria creciente de quienes se saben en retirada, perdiendo en todos los frentes. Max Jacob muere de neumonía bronquial en la enfermería del campo de Drancy. Como en otras ocasiones de aquellos años, quienes más se movieron para salvar a un artista judío fueron precisamente aquellos colegas cuyas relaciones fluidas con el ocupante les iban a crear problemas a la hora de la “depuración”: Cocteau y Guitry, en este caso. La abstención de Picasso, que había recibido en su atelier una famosa visita de Ernst Jünger, nunca fue explicada. Acaso Guernica podía despertarse en cualquier momento en los archivos del ocupante... O estaba muy presente en su memoria, y sólo el prestigio de Picasso los disuadía de darle el mismo destino que habían concedido a otros artistas menos luminosos. En todo caso, en 1943, ese representante por excelencia de lo que el Tercer Reich llamaba “arte degenerado” se había mostrado en público, junto a Jacob y a Cocteau, en el entierro de uno de los pocos artistas que respetaba: Chaim Soutine, judío rumano inmigrado en Francia.
En uno de los primeros cocteles del mundillo intelectual posteriores a la Liberación, Cocteau y Christian Bérard, que habían ido a Drancy para recoger los efectos personales del poeta muerto, se acercaron a Picasso; Cocteau le mostró que Bérard tenía puestos unos viejos pantalones de corderoy, y le dijo que habían sido de Jacob: “Las rodillas están gastadas, sin duda de tanto rezar...”. Picasso les dio la espalda sin una palabra.
Aun esta minúscula anécdota mundana no ha escapado a las interpretaciones. Michel Leiris, en Combat, periódico de la izquierda del momento, comenta la provocación de dos individuos de conducta dudosa durante la Ocupación, que habrían saqueado los despojos de Jacob; para el memorialista François Sentein, él mismo “de conducta dudosa” en aquel pasado entonces reciente, usar los pantalones del poeta muerto era un homenaje reverente; declararlo, desafiar a un artista célebre, que en esos primeros días de la posguerra se afiliaba al Partido Comunista e iba a dibujar palomas “de la paz” para Stalin.
Nada de esto puede ya dirimirse, ni importa dirimirlo. Reconforta, en esta época tan pródiga en biografías, pensar que nunca podrá saberse por qué Picasso guardó silencio, en qué había terminado, o se había interrumpido, o se había gastado, su relación con Max Jacob. Prefiero aventurar yo también una hipótesis de ficción: algún contrato tácito entre Picasso y Jacob se había firmado aquel día de 1915 en que el artista salió de padrino para la conversión del poeta, y en sus términos, insondables, toda idea de traición quedaba excluida.

Edgardo Cozarinsky

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