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Domingo, 20 de marzo de 2005

Victor Hugo, el hombre siglo

“Victor Hugo era un loco que se creía Victor Hugo.”
Jean Cocteau

 Por Patricio Lennard

En un texto de El Hacedor, Borges imagina una civilización en la que sus cartógrafos trazan un mapa de su imperio que coincide, en tamaño, con su territorio. Si es cierto que cada época se condensa en una persona –y tal es una idea que sostuvo Victor Hugo–, la posibilidad de reconstruir el siglo XIX a través de la vida y la obra del poeta quizás entrañe un exceso parecido.
En el prólogo a La tentación de lo imposible, Mario Vargas Llosa refiere que Jean-Marc Hovasse, autor de una meticulosa biografía del bardo todavía inconclusa, calculó que habría que emplear catorce horas diarias, durante veinte años, para leer sólo los libros dedicados a Hugo que se encuentran en la Biblioteca Nacional de París, y no menos de diez años de dedicación exclusiva para agotar sus obras completas (incluyendo las cartas, apuntes y borradores que aún hoy permanecen inéditos). Si a esto se le suman las más de tres mil obras que forman su producción gráfica –entre pinturas, dibujos, caricaturas, manchas de tinta y bocetos–, la ecuación es aún más elefantiásica.
El 26 de febrero de 1802, Léopold-Sigisbert Hugo, un oficial superior del ejército francés, ferviente admirador de Napoleón Bonaparte, y Sophie Trébuchet tuvieron en Besançon a su tercer hijo, a quien pusieron de nombre esos “dos vocablos bisilábicos que suenan como sonajeros, como dos pequeños címbalos que manejara un dios burlón”, según escribió alguna vez Severo Sarduy. De temprana vocación literaria, Victor Hugo anotó en un cuaderno escolar en 1816: “Yo seré Chateaubriand o no seré nada”, y cuatro años más tarde, en una visita que le hizo al autor de René en su propia casa, recibió de éste con enorme orgullo el lisonjero mote de “niño sublime”. Justo de quien fuera en su país precursor de lo que Hugo selló en su Prefacio a Cromwell en 1827, y un poco más tarde –en febrero de 1830– en el resonante estreno de su obra Hernani: la irrupción en Francia del romanticismo literario. Por entonces, Hugo se puso a la cabeza de un cenáculo del que participaban escritores de la talla de Vigny, SaintBeuve, Dumas, Musset y Balzac, y poco tardó en ocupar el sitial de maestro de la escuela romántica. Así, la revolución del lenguaje poético que los románticos franceses tramaron, al principio, en el género dramático -rechazando las leyes del decoro, las unidades aristotélicas, los modelos de la Antigüedad y la elocuencia retórica– desató su lucha contra el neoclasicismo y alentó una politización del arte y los artistas inédita hasta ese momento.
Aquel año del estreno de Hernani nació Adèle, la cuarta hija del matrimonio que Hugo había contraído en 1822 con Adèle Foucher. Su hija -al igual que Eugène, hermana del poeta– terminó enloqueciendo y pasó internada en un manicomio los últimos años de su vida. Pero el trance más duro que afrontó el escritor fue, sin duda, la muerte de Leopoldine, su primogénita, quien a los siete meses de haberse casado se ahogó junto a su esposo en un naufragio en el Sena. La profunda melancolía en que se vio sumido Victor Hugo se alivianó, en parte, cuando en 1853 tomó contacto con su hija a través de las prácticas espiritistas en que lo inició Delphine de Girardin, una médium parisina. Prácticas en las que él participó a lo largo de dos años, y que no sólo le permitieron comunicarse con su hija muerta, sino también con Dante, Shakespeare, Lutero, Jesucristo, Platón, Aristóteles y otros. De hecho, él mismo se ocupó de transcribir varias de aquellas sesiones en las que los espíritus invocados daban golpes a una mesa con los que deletreaban esotéricos mensajes.
Entonces Hugo ya estaba en el exilio. Luego del golpe de Estado que Luis Napoleón dio el 2 de diciembre de 1851 –que disolvió la Asamblea en la que él era diputado desde que la monarquía había sido derrocada y se habíainstaurado, en 1848, la república–, Hugo encabezó la resistencia hasta que la situación política precipitó su partida. Comenzó así una etapa que lo tuvo 19 años exiliado –la mayor parte viviendo en Jersey y Guernesey, dos islas de Inglaterra– y en la que no sólo dio nuevo curso a su producción literaria (en el `61, año en que se dejó la barba, terminó de escribir Los miserables; en el `64, William Shakespeare; en el `68, El hombre que ríe) sino también afianzó a través de la escritura su lucha en favor de los valores democráticos.
Que Francia (un país que se pretende mesuradamente cartesiano) tenga en Victor Hugo a su máximo poeta puede parecer un tanto extraño. Incluso, hasta resulta inverosímil que en él hayan convivido (en armonía aparente) el desborde del grafómano y el ardor del mujeriego. Además de haber tenido varias amantes con las que rehuía las cuitas de la vida conyugal (“el amor abre el paréntesis, el matrimonio lo cierra”), Hugo mostró en los años del exilio cierta debilidad por sus sirvientas, con las que entabló un comercio carnal casi permanente pese a que su esposa Adèle y Juliette, una amante francesa, vivían con él bajo el mismo techo. “Él pagaba las prestaciones –cuenta Vargas Llosa– de acuerdo a un esquema estricto. Si la muchacha se dejaba sólo mirar los pechos recibía unos pocos centavos. Si se desnudaba del todo, pero el poeta no podía tocarla, cincuenta centavos. Si podía acariciarla sin llegar a mayores, un franco. Cuando llegaba a aquellos excesos, en cambio, la retribución podía llegar a franco y medio, y aquella tarde pródiga ¡a dos francos!” Hugo, inclusive, anotaba sus quehaceres en unos carnets que llevaba en secreto: “Ferman Bay. Toda tomada. 1fr.25”, “Mlle. Rosiers. Piernas”, “E. G. Esta mañana. Todo, todo.”
El 5 de septiembre de 1870, luego de la caída del Segundo Imperio, el escritor regresó a Francia. La inmensa popularidad de la que era dueño hizo que miles de parisinos lo aclamaran en las calles, cosa que también ocurrió en 1881, cuando una multitud desfiló ante su casa en celebración de su octogésimo cumpleaños. Sus funerales (que fueron un hito en la historia francesa) hicieron en 1885 que todo París saliera a despedirlo. Un enorme catafalco se montó al pie del Arco de Triunfo, y allí el gobierno emplazó las pompas fúnebres que honraron al célebre poeta. El cortejo acompañó sus restos hasta el Panteón, en cuyo frontispicio se proclama: “Aux grands hommes, la Patrie reconnaissante” (“A los grandes hombres, la Patria agradecida”). La muerte trocó sólo la carne por el bronce en ese monumento que ya era Victor Hugo: uno de los pocos monumentos vivientes que alguna vez moró sobre la tierra.

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