Domingo, 8 de mayo de 2005 | Hoy
En 1973, cuando Paco Urondo, director de la carrera de Letras, le propuso dictar Introducción a la literatura, Aníbal Ford estaba lejos de la universidad. Era por entonces el redactor de la Historia del movimiento obrero, que publicaba el Centro Editor de América Latina y trabajaba como fletero en la editorial Paidós. La distancia tenía que ver también con el modo de entender la propia práctica profesional. Para decirlo con términos de la época: en la universidad se seguía haciendo crítica literaria, en el sentido más convencional, mientras que por afuera de ella comenzaba a producirse crítica político-cultural.
Doce años antes, al graduarse en Letras, Ford había hecho una elección: en vez de la beca que podía llevarlo a estudiar filología en Europa prefirió quedarse y entrar en Eudeba, como parte del equipo de Boris Spivacow. Allí, dice, “como en el Centro Editor, después del raje de Onganía, nos formamos muchos. Eudeba era una fábrica sui generis, una industria cultural sin fines de lucro”. Los datos no son meramente biográficos, significan también episodios de una preparación que continúa más allá de la facultad e incluye los depósitos de las imprentas, las playas de distribución, en fin, “la cocina de la cultura”. Ese recorrido explica en buena medida por qué, cuando vuelve, Ford propone una revisión integral del saber cristalizado en la academia y el desarrollo de una serie de problemas que precisamente han surgido y se debaten en otros ámbitos, en ciertas zonas del ambiente editorial y la acción política.
Introducción a la literatura era una materia de encuadre. El programa fue reformulado en 1973 para incorporar dos objetivos con el sello del momento: exponer “los problemas concretos que plantea la inserción en el trabajo cultural” y “la problemática político-cultural que nos plantea el proceso de liberación”. Estaba organizado en dos partes, la primera a cargo de Ford y la segunda dictada por Angel Núñez, mientras Juan Gelman era el jefe de trabajos prácticos. Las clases de Ford circularon en copias mimeografiadas y se publican ahora sin correcciones. Los coordinadores de la edición, Alfredo Alfonso y Florencia Saintout, agregaron una entrevista reciente, una introducción de Graciana Vázquez Villanueva, publicaciones de la época (encuestas, ensayos, reseñas), textos y entrevistas posteriores sobre el Centro Editor y la revista Crisis (donde Ford ingresó en 1974) y relatos y crónicas escritos durante esos años.
Poco antes de dictar estas clases, Ford decía a la revista Los libros: “Estoy dentro de una dialéctica entre proyecto crítico e industria cultural”. Y esa situación, destacaba, no era personal sino compartida con otros escritores. En esa tensión se insinuaba una marca generacional. La experiencia en el periodismo y la divulgación de literatura incidía en la reflexión que se iba armando: la atención hacia aquellas zonas o textos desconocidos, negados como objetos artísticos por las concepciones tradicionales, puede remitirse a las tareas de relevamiento y difusión de la literatura argentina que encontraban un lugar en el mercado. Al mismo tiempo existían espacios donde podían desplegarse las propias elaboraciones, o las elaboraciones surgidas en contacto con prácticas políticas, ya que las colecciones del Centro Editor, dice Ford, fueron también una proyección de las discusiones políticas de sus redactores. En ese marco se pueden inscribir tres claves desplegadas en la materia: la redefinición del concepto de cultura, desde un punto de vista antropológico, que significaba expandir el campo de estudio y cuestionar las nociones convencionales; la dimensión política conferida a la propia práctica, que llevaba a afirmar el trabajo crítico como parte de la conciencia nacional y popular; el estudio de los medios masivos y las formas de la cultura popular.
En una nota publicada en 1967, cuando Ford recién empezaba a publicar, Rodolfo Walsh observaba en sus primeros relatos una condena global de “la literatura de Sur”. Ese texto importa porque anticipa la posición delautor y muestra, con unas ficciones que son también reflexión política y crítica, el propósito de salir de ciertos moldes. El paso siguiente es un texto escrito dos años después con Jorge B. Rivera donde se analiza la estructura industrial de los medios masivos y sus pautas de consumo a través de la publicidad. Ese trabajo quedó inédito pero se proyecta en las clases, donde Ford parte de la idea de que la literatura es comunicación y en tanto tal incluye el fenómeno de la recepción y la circulación. Otro articulador de los teóricos viene del lenguaje político: las estructuras de las relaciones de dependencia en el campo cultural. Las apelaciones recurrentes a este y otros temas de discusión de la época pueden llevar a la conclusión engañosa de que el sentido de estas clases se agota en el momento en que fueron dictadas. Pero en su primera clase teórica Ford aclara que no va a bajar un saber cerrado sino una propuesta en elaboración; en la sexta, al reseñar los “frentes de trabajo” abiertos por la materia, incluye “el de la discusión, el del intercambio”. Más allá de las advertencias con que es presentada parte de la bibliografía –El concepto de ideología, de Armand Mattelart, un texto de referencia y de confrontación de las propias ideas–, de la sugerencia de tomarla como objeto de debate y no de ingestión acrítica, la discusión que provoca el concepto de literatura demuestra que estas ideas se correspondían con una práctica concreta. “Dado lo difícil que resulta desgrabar esas discusiones –por el encimamiento de voces– no podemos incluirlas”, se dice en una nota; y en el final de la clase se aclara que el debate prosiguió.
Las clases de Introducción a la literatura resumen problemas y búsquedas anteriores y a la vez se proyectan en otros ámbitos de trabajo, en el periodismo cultural y la literatura. La notable edición de 30 años después permite observar que aquellas clases dictadas en 1973 constituyen un eslabón que estaba perdido y que es importante para comprender no sólo la producción de Ford sino la de su generación.
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