› Por Susana Cella
¿Cómo se fija en la palabra justa la fragilidad y la incertidumbre que son, en definitiva, nuestra condición y cómo, al mismo tiempo, en acallada expresión, en la palabra de certero peso, se graba la incesante necesidad de percibir, de tocar en los andariveles de la soledad, el silencio, el fugitivo encuentro, el silencio, el espejo roto?
En Hebra incompleta, estos interrogantes laten, precisos. Una música similar resuena contundente, está sonando en todos los poemas, pero al mismo tiempo, en cada uno en particular, como si entre ese todo y cada parte se trabara la relación del espejo entero y las esquirlas disimilares, con su secreto propio y su ofrecimiento. Si algo resulta deslumbrante en la sucesión de los versos –de los libros que los contienen– es el logro de que a una infinita delicadeza en la selección y combinación de palabras medulares, cuya reiteración no hace sino demostrar de qué modo las aleaciones las devuelven nuevas y al mismo tiempo con todos sus sentidos en expansión, con su densidad intacta. Lo que hace entonces eso hondo donde no cabe la banalidad, la mera anécdota, la descripción desligada porque el sujeto se está jugando continua y enteramente. En cambio, queda la indiscernible unión de la carne y el alma, jugada en lo que nos queda, el único Dios que Noy menciona: el tiempo. Y esto en el estilo cabal del poeta cuyas hebras, como todas las que se precien, jamás pueden lograr, a ciencia cierta, la mentida completud. De ahí que no ofrezca sino algo así como la hilacha, sólo que tramada en un tejido cuya perfección roza de continuo.
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