Por Silvia Fehrmann
Las intervenciones públicas de Jürgen Habermas, acaso el filósofo en vida que más debates impulsa en el ámbito del pensamiento internacional, han tenido en la última década un escenario privilegiado: los suplementos culturales de los grandes diarios alemanes. Tanto los ensayos sobre la eugenesia, el manifiesto por una Constitución europea, los planteos sobre derechos humanos y fundamentalismo religioso o las intervenciones en los frentes de guerra, se han leído primero en las páginas de Die Zeit o la Süddeutsche Zeitung (los fragmentos que se reproducen en estda edición aparecieron el 4 de julio en Die Zeit con el título “Por qué Europa necesita una Constitución”). Elegir ese escenario constituye todo un postulado sobre el lugar del intelectual en la sociedad: escribir sobre los temas relevantes para nuestro tiempo con claridad tal que un lector educado pueda formar su opinión de manera autónoma.
En el plano teórico, en la última década, Jürgen Habermas ha centrado su preocupación en un universalismo bien entendido. ¿Cuál es el fundamento filosófico para plantear límites morales a la manipulación genética o postular derechos humanos de validez universal? Al defender la razonabilidad de una moral que respete del mismo modo a todo sujeto humano (incluidos sus clones, incluidos nuestros futuros Frankensteins), Habermas postula la idea de una comunidad moral de los seres humanos, “constituida sobre la idea negativa de eliminar la discriminación y el sufrimiento e incluir al marginado”.
Dicha comunidad moral de los hombres constituye también la base de su segundo caballito de batalla: la “constelación posnacional”. Para superar la impotencia teórica y práctica que generan la globalización y el neoliberalismo hegemónico, Habermas postula la necesidad de que Europa se constituya en una Federación con capacidad de acción social, económica y, sobre todo, política. Sólo una Europa con legitimidad democrática podría bregar por un orden cosmopolita que respete las diferencias y genere mayor igualdad. Y sólo un Estado supranacional estaría en condiciones de dar batalla al régimen neoliberal (¿acaso no cabría soñar también con una República Federal del Mercosur?).
A lo largo de su vida y obra, Habermas ha construido, independientemente de la evaluación que de él se haga, un edificio intelectual de portentosa coherencia, con fundamentos de tal solidez (su teoría de la acción comunicativa) que le permiten articular una concepción de la “política deliberativa” y que resulta esperanzadora incluso en estos tiempos de oscura mediocridad de los gobernantes (del centro a la periferia, parecemos vivir en un mundo en el que el peor de los casos es la regla, y no la excepción). En dicha concepción de la democracia, la sociedad civil tiene un papel protagónico como base social para consolidar esferas públicas autónomas.
“En el modelo liberal, se respeta un límite entre la sociedad y el Estado. En el nuestro, la sociedad civil se diferencia tanto del sistema económico como de la administración pública.” De allí se desprenden consecuencias normativas: la exigencia de modificar la relación de peso entre los tres recursos en que las sociedades modernas basan su integración y su gestión, que no son otros que el dinero, el poder administrativo y la solidaridad. Para Habermas, una democracia que se precie debe buscar la forma de que se despliegue el poder de la solidaridad, generadora de integración social.
Para que la solidaridad pueda imponerse sobre los otros dos poderes, el dinero y el poder administrativo, debe poder desplegarse a través de las opiniones públicas autónomas y de procesos democráticos de formación de laopinión y la voluntad política. Dicho en otros términos, y traducido a realidades más brutales, habrá que repensar cómo proteger nuestros endebles circuitos de opinión pública independiente, habrá que exigir que se reforme, por lo menos, nuestro distorsionado sistema electoral y nuestros frágiles mecanismos de participación popular en la gestión pública si pretendemos que la solidaridad sea más que un acto de limosna, un sentimiento de moda o una actitud políticamente correcta.