Domingo, 28 de septiembre de 2008 | Hoy
Por Edmundo Paz Soldan
Vidas perpendiculares
Alvaro Enrigue
Anagrama, 2008
236 páginas
La familia literaria a la que pertenece Vidas perpendiculares, la nueva novela de Alvaro Enrigue, es amplia y de alcurnia. Se puede mencionar a Jorge Luis Borges (en especial “Funes el memorioso” y “El inmortal”), al inglés David Mitchell (Ghostwritten) y a Mario González Suárez (por el tema de la infancia como terror). La lista podría extenderse, pero basten esos nombres para hablar de la capacidad que tiene la novela de Enrigue para sugerir, para presentarse como un texto capaz de convocar muchos otros textos. Si la literatura es, sobre todo, el arte de construir un código cifrado sobre la base de otros múltiples códigos cifrados, entonces Enrigue sale más que airoso del desafío que se ha impuesto.
Vidas perpendiculares es la historia de una “monstruosidad”. Así como el Funes de Borges es capaz de ahogarse recordándolo todo, el Jerónimo Rodríguez de Enrigue sufre debido a la memoria de sus “sucesivas resucitaciones”. Jerónimo ha sido muchos hombres (y mujeres) en otras vidas a lo largo de la historia; de niño, sabe lo que otros de su edad no: “toda la gama de los olores y formas que puede tener una vagina o el agarroso sabor del semen en la boca, el crujido de la espina dorsal cuando se arranca de tajo una cabeza, los límites precisos del dolor humano y lo que se necesita para infligirlo”. Sexo y violencia: coordenadas, aquí, de todas las vidas “perpendiculares” de Jerónimo, y por ello imprescindibles para entender la condición humana.
En la contratapa de la novela se sugieren algunas pistas de lectura. Estaríamos frente a una “novela cuántica”, pues en su poética se establecería una simultaneidad de tiempos y espacios y una modificación continua de narradores y géneros literarios. Estoy seguro de que el concepto “novela cuántica” no durará mucho más de lo que dura el verano. Con todo, la poética está bien definida, siempre y cuando se entienda que el proyecto de Enrigue no es necesariamente una nueva formulación. Lo interesante de Vidas perpendiculares no está ni en la simultaneidad espacio-temporal propuesta, ni en el cambio de narradores o en el diálogo que se establece entre el cuento y la novela –algo que ya aparece en Hipotermia, y que supo ver bien Guadalupe Nettel–, sino en la tensión que existe entre novela realista y fantástica. Si “Funes”, por volver al ejemplo citado, es un texto fantástico sin ambages, la novela de Enrigue se puede leer a ratos en clave realista y otros en clave fantástica. Incluso el texto llega a sugerir –aunque esto no se desarrolla– que todo puede ser un constructo artificial (las “vidas” que recuerda Jerónimo serían tan sólo “prótesis recogidas” en las bibliotecas que ha frecuentado), con lo que la novela parecería decantarse por una lectura realista. La conclusión de Enrigue sería entonces que la realidad es más bien fantástica (con lo que desaparece la tensión mencionada). Y podríamos, a partir de esta novela, leer “Funes” como un cuento realista. Todo esto no es más que especulación: buena parte de la fuerza del texto deriva de su capacidad para no prestarse a una lectura unívoca.
Lo mejor de la novela está en la recreación de la infancia de Jerónimo en un pueblo de Jalisco en la primera mitad del siglo XX. Sometido por un padre asturiano autoritario, desterrado a vivir con la servidumbre, Jerónimo es un niño raro que vive sus primeros años bajo el reino del miedo. Ese miedo es uno de los puntos de contacto entre la vida presente de Jerónimo y sus vidas pasadas. Jerónimo puede oler el miedo cuando está cerca de su padre de la misma forma en que lo hace cuando forma parte de una tribu prehistórica o se halla viviendo en pleno siglo XVII napolitano. Enrigue narra las cinco vidas pasadas de Jerónimo con un gran poder evocativo, y logra vincularlas a través del amor que en ellas buscan los personajes –un amor plagado de sexo y violencia–, pero falta tensión narrativa en algunas de estas historias. Las “vidas perpendiculares” interesan a ratos, pero no conmueven ni fascinan de la misma manera que el terror doméstico del Jerónimo del presente de la novela. Hay, sí, páginas magistrales dedicadas a Quevedo.
¿Qué es el cerebro de Jerónimo? “Un atascadero de monstruos.” ¿Qué es una imposibilidad? “Un hombre del que se podía depender sin esperar dolor a cambio.” ¿Una filosofía de vida? “Tanto a los cuatro años como a los cuarenta, es mejor –o cuando menos más realista– perseguir lagartijas que presidir congresos.” Enrigue es un magnífico prosista, siempre a la caza de la frase feliz, inteligente, y tiene un sentido del humor muy sutil. En Vidas perpendiculares se le han escapado algunas lagartijas, pero el resultado es, cuando menos, admirable.
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