› Por Javier Aduriz
La del ’20 fue una década explosiva para la poesía de nuestro país. Empieza con las muestras finales y tal vez más maduras del modernismo, y acaba pulsando el corazón del siglo, al configurar una matriz de largo alcance donde la creación de hoy se reconoce todavía. Digo: no hubo ruptura mayor que la de esos años, aunque a la luz de lo ocurrido más tarde, exhiba matices algo escenográficos e, incluso, adolescentes.
En cuanto a los textos, me encanta que del cubilete del capricho haya surgido un poema de Alfonsina Storni para encabezar la serie. A mi juicio, ella comparte con Lugones, Carriego y Banchs la nómina fundadora de la poesía argentina moderna.
Me vuela la cabeza pensar en los tangos como una sólida expresión del imaginario colectivo argentino. La masa de un habla que continúa con toda lógica el fin de la gauchesca para renacer en la voz del proletario urbano y contar en código simbólico la historia de nuestra historia. En estos términos, la mujer de sus letras representa siempre el país, una tierra que se fue con otro, y nos deja amasijados sobre un anhelo deshecho. Creo que el tango nos afecta no tanto por el avatar de superficie, sino porque nos lleva a la zona de la herida visceral, propiamente argentina. Y “Mano a mano”, de Celedonio Flores, me enorgullece de manera particular. Lo sigue cantando Gardel, cada día mejor.
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