› Por Jorge Aulicino
Aunque son poetas “de los 40”, los surrealistas Enrique Molina y Olga Orozco no escribieron sus mejores poemas en esa década. La crítica de poesía, extraña en los periódicos, pero persistente en revistas especializadas, no ha modificado el presupuesto de Arturo Cambours Ocampo: cada diez años aparece una nueva generación lírica. Sin embargo, siguiendo el criterio fijado para esta antología, desemboqué otra vez en que las llamadas generaciones pueden comenzar a cambiar algo cada diez años, pero no lo consuman hasta varios años después de sus obras individuales.
Estaban en plenitud Raúl González Tuñón, Leopoldo Marechal y Juan L. Ortiz, que comenzaron a publicar en la década del ’20; Oliverio Girondo produjo un solo libro, no el mejor, en este decenio. Tuñón, en su melancólica serie de las “Señoritas”, parece imbuido del clima neorromántico, muy especialmente en el poema de la “Señorita del museo de cera”, pero no deja de ser el Tuñón de Florida: la artificialidad del cuadro lo delata. Cortázar desempolvó un poema con este clima de época en Salvo el crepúsculo, y me regocijó encontrarlo. César Fernández Moreno escribía sonetos con el humor con el que se movería más tarde, más cómodo, en sus poemas en versos libres.
La forma y la abstracción, señaladas por Cortázar como la “felicidad” de la década, maniató bastante a los años cuarenta. Girri se llevó la abstracción para hacer de ella algo completamente distinto. En cuanto a la forma métrica tradicional, pereció en el camino. Tal vez los poemas que elegí permitan ver cómo la crítica a la forma se movía ya dentro de ellos, hasta rozar la auto-parodia. Lo que seguramente es más visible es que se trata de poemas no tan abstractos. Están, tal vez, entre los más concretos del período.
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