› Por Diana Bellessi
He leído estos poemas a lo largo de varias décadas; desde la turbulencia oscura de los setenta hasta el presente más cercano han atravesado mi vida y aún suenan, cada vez, con el límpido sonido de un cristal. A esos llamaría poemas de maestros, y es hermosa la oportunidad de elegirlos, de pasarlos, diría, de un lector a otro como joyas de una desheredada realeza. Tan únicos y al mismo tiempo engarzados, desde su diversidad, en la diadema de una época. No elegí poemas de los que nacíamos a la poesía por entonces, sino de los que nos han hecho, y que hoy podemos honrar nuevamente porque nada han perdido, al contrario, el tiempo los frota con un trapo y su brillo crece: no eran vidrios de colores, eran diamantes. Fue difícil cerrar en diez, me quedaron muchos afuera, de los mismos autores y de otros, y el pesar es aquí mayor, no tener un Juarroz, un Bayley, un Groppa... Quedan guardados en el escapulario de mi corazón, queda advertido el lector.
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