› Por Jorge Fondebrider
Hay recuerdos que a uno le dejan una marca imborrable, por eso me gustaría mencionar aquí que, cuando cursaba Literatura Argentina II, Arturo Cambours Ocampo, a la sazón titular de la materia, no perdía oportunidad para enarbolar las banderas de una hipotética “generación del 30” –la suya, claro–, a la que defendía a capa y espada a cada oportunidad que se le presentara. No sé hasta qué punto tenía razón, pero al menos era simpático y no poco conmovedor ver a un hombre ya mayor discutiendo a grito pelado con quien fuera a negarle que la década de 1930 había tenido su propia generación poética, como las habían tenido previa y posteriormente las décadas de 1920 y 1940.
Sin embargo, puesto a buscar los poemas de la década que me tocó en suerte para este libro, me vi tentado a contradecir a Cambours y a señalarle que lo mejor de los años ’30 venía del ’20 o ya anunciaba la década de 1940.
Acaso por lo inhóspito que se había puesto el país, el tema del viaje resulta recurrente en muchos de los poemas del período. Y si bien se prefigura en Blomberg y se continúa en Tuñón, ahora vuelve en José Luis Lanuza, un poeta de los años ’30 –según decía Cambours–, quien ilustra cumplidamente la cuestión y prepara la posta para Enrique Molina.
El Girondo festivo de la década anterior parece abandonar la recurrencia sistemática –y algo mecánica– a las metáforas en los poemas de Espantapájaros y se vuelve súbitamente prosaico, sin perder desenfado ni sensualidad.
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