En estos días escribo con poca ropa o ninguna, pero cubierta por las sábanas, sentada en la orilla de la cama, bajo la brisa del aire acondicionado, apoyando la Macbook que mi pareja acaba de traerme de regalo sobre una mesa bajita, de esas que se les regala a los chicos con sillitas en miniatura proporcional. A veces uso las sillitas también: me resulta cómodo escribir casi a ras del piso. Tengo varias lapiceras y dos libretas –una Moleskine y otra Meridiano– que también pongo en la mesa, aunque no las use casi; apenas tacho las impresiones con 303, con Parker, con Lamy, con Shaeffer o con algunas tan baratas que ni tienen impresa una marca, pero siempre de pluma y cartucho. Alrededor, ningún fetiche, salvo que cuenten las pilas de libros que estoy leyendo o por leer o que acabo de terminar. En esas pilas, algunos fijos que bien pensado pueden calificar de fetiches: la Biblia, la Ilíada y la Odisea.
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