Imposible intentarlo sin el kit de cortaditos. Necesito una jarra eléctrica para calentar el agua, una leche deslactosada y descremada, café descafeinado, una taza con su cucharita y un tazón para echar los restos. Escribo o, mejor dicho, intento escribir de mañana, con ropa de fajina, grande, vieja y cómoda. Y mientras sucede o no sucede, bebo frenéticamente un cortadito tras otro, a base de agua caliente, con un chorrito de leche. Un litro y medio de cortaditos desde las 9 hasta las 13. Como es lógico, necesito un baño cerca. A veces ni siquiera los cortaditos son suficientes y, sobre todo, cuando estoy escribiendo cuentos brevísimos tengo que irme un rato al café de la vuelta, donde me ayudan mucho las galletitas de limón. El brevísimo es el único género que alguna vez escribo a mano. Con birome, en un papel cualquiera. Las notas para diarios o revistas son fáciles y rápidas, pero la literatura brota con penosa lentitud. Tres renglones. Cinco renglones. Media página. Si llego a media página en toda la mañana, ya es extraordinario. Nada de distracciones: me obligo a quedarme todo el tiempo sentada frente a la pantalla. Y el resultado es siempre dudoso, siempre impredecible.
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