No tengo fetiches, carezco absolutamente de manías rituales. Ni una lapicera de tal marca ni una vista en especial frente a la compu, aunque ahora escribo frente a una ventana que da al mar. Necesito el mar cerca. Por eso necesito estar acá. Acá es Villa Gesell. Y esto es porque aun cuando mi literatura es “urbana”, hace rato que me rajé de Buenos Aires, esa histérica de taco aguja. El mar te devuelve a la más ínfima condición humana. Sos nada. Y esto es piola; te reduce el ego a nivel insignificante. Y toda presunción de ser astro de suplemento literario, feria del libro o eternidad de cinco guitas se disuelve ante una sudestada. Tampoco tengo retratos de escritores, perdón, sí, tengo un sticker/imán de Tolstoi en la heladera que me sirve para sostener pegado el papelito de los mandados y los impuestos. Más que lo ritual me importa el oficio: esto es sentarse todos los días –me levanto antes de que claree del todo y, si no hay nubes, veo despegar el sol del horizonte marino, un perfecto círculo naranja fuego–, y ahí arranco. No siempre es tan lírico el amanecer. A partir del otoño se viene el gris. Y se viene con todo. Me levanto, me calzo el vaquero, una camisa, preparo una jarra de té y arranco. A veces en ayunas. Cada vez creo menos en la “inspiración nocturna” y en “los paraísos artificiales”. Todas las mañanas le doy al teclado desde que amanece hasta las once, tirando al mediodía. Después hago dos horas de caminata por la playa hacia los médanos desiertos. Siempre llevo una libreta y una birome. La caminata es esencial: si tenés un rollo, un bardo, a la vuelta se te solucionó. Te cayó la ficha. Después, almuerzo. Siesta corta. Y vuelta a la compu hasta el anochecer. A veces, después de cenar, vuelvo a la compu. Cuando te querés dar cuenta estuviste laburando todo el día. Y sin cortes. Esta rutina, todo el año. Estoy convencido de que la literatura es un oficio, consiste en estar alerta todo el día, oídos alerta y disposición para anotar al instante lo que después derivará, con suerte, en relato. La mía es una concepción proleta de la escritura. Para estar mínimamente tranqui con el laburo de una novela necesito el doble o el triple de páginas de las que van a quedar después. Mejor que te sobren páginas y después tengas que cortar antes que debas ponerte a emparchar.
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