› Por Dave Zin
Tal vez más que cualquier otro intelectual de Occidente, Hitchens merezca el crédito por popularizar el marco teórico que justificó la invasión norteamericana a Irak como parte de un “choque de civilizaciones” contra el “islamofascismo”. Fue todo un viaje para Hitchens, que pasó de ser un feroz polemista contra la guerra imperial a manifestarse con igual ferocidad en favor de ésta, un proceso que el congresista británico y antibelicista George Galloway describió como “una evolución al revés, de mariposa a gusano”.
Vi personalmente a Hitchens una sola vez, en octubre de 2005. Yo acababa de escribir mi primer artículo para The Nation, el anterior empleador de Hitchens. El tema de mi nota era la muerte de Pat Tillman, el jugador de la Liga Nacional de Fútbol devenido soldado del ejército, en Afganistán. Esto fue antes de que nadie supiera nada acerca del encubrimiento que siguió a la muerte de Pat. Mi nota era más que nada una queja por el hecho de que el Pentágono estaba explotando a Pat Tillman de una manera que él hubiera odiado. En esa época yo solía sumarme a menudo a las manifestaciones contra las guerras de Bush, y había ayudado a empezar un grupo bautizado DAWN (la Red Antibélica en DC, según sigla en inglés). Me encontraba tomando un trago en un bar del centro neoyorquino, y ahí, levantándose de su asiento, justo a mi lado, estaba Christopher Hitchens.
Con un par de Jamesons encima, no me pude resistir. Me volví hacia él y le dije: “Hola, Sr. Hitchens”. El miró hacia mi lado con un vaso de un licor amarronado en cada mano y un cigarrillo sin encender en la boca. Hitchens había estado bebiendo y estaba a punto de unirse a una mesa de chicos de veintipico que lo miraban como si fueran adolescentes en un recital de Justin Bieber. Le dije: “Señor, escribo sobre política y deportes para su ex empleadores en la revista The Nation”.
Antes de que pudiera pronunciar otra palabra, Hitchens me interrumpió. “¿Usted escribió el artículo de esta semana sobre Pat Tillman?” Me tomó por sorpresa, y francamente halagado, tartamudeé un “sí”. Hitchens, por pura amabilidad o sintiendo mi debilidad, dijo: “Esa es la mejor nota sobre la polémica contra la guerra que he visto desde que comenzó el combate”. Ahora yo me estaba prácticamente sonrojando. Un elogio del César.
Luego dijo unas pocas palabras que agriaron la discusión de manera dramática. Mientras se alejaba de mí, me dijo: “Usó a Tillman de manera brillante”. No sabía si todavía me estaba adobando o si me estaba clavando el cuchillo entre mis costillas, pero después de pasarme una semana hablando con gente que amaba a Pat, esto era más de lo que podía soportar.
Antes de que pudiera escaparse, le dije: “Bueno, fue un gran ser humano. Y si no fuera por tu guerra todavía estaría vivo”. Hubo una pausa; Hitchens se dio vuelta hacia mí como si fuera Buffalo Bill en el saloon de los polemistas, y me respondió: “No obstante, veo que usted compró las mentiras de The Nation acerca de que no había armas de destrucción masiva”.
Le dije: “Vamos. Ni siquiera Dick Cheney argumenta que hubo armas de destrucción masiva en Irak. Puede darme con algo mejor que eso”.
Entonces Hitchens me miró de arriba abajo y escupió su cigarrillo sin encender contra mi pecho. Mientras yo quedaba boquiabierto, se detuvo una última vez y caminó hasta su mesa. Me quedé parado, sorprendido, avergonzado, y extrañamente orgulloso. Para un activista antibélico, ser escupido por Christopher Hitchens en 2005 era un honor que valía su peso en oro. También se sentía verdadero. La mayoría de las figuras públicas de su clase hablan por hablar y son tan pagados de sí mismos que ni siquiera son humanas. A décadas de sus días de estudiante y agitador socialista, era evidente que Hitchens se encontraba conflictuado por aquello en lo que se había convertido. Esto es obvio en muchos de sus escritos más recientes: un esfuerzo constante por convencerse a sí mismo de que no se había transformado en lo que en otra época él mismo odiaba. Fue, en todo caso, consistente en su odio por Henry Kissinger, y lamentó que el longevo criminal de guerra haya sobrevivido a su enemigo más efectivo.
Christopher Hitchens fue un hombre de un talento prodigioso, pero al final, utilizó ese talento para promover guerras que produjeron una masacre en Medio Oriente. Ese es, trágicamente, su legado más perdurable al mundo, y no importa cuántos floridos obituarios se le dediquen, nada puede cambiar este hecho.
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