› Por Luis Chitarroni
El 5 de diciembre de 1991, una fotografía de Carol Blue y Christopher Hitchens, en el decisivo acto de contraer matrimonio ante el rabino Robert Goldburg, en Nueva York, ilustraba la tapa del London Review of Books. ¿El motivo? Sesgado, alusivo, angular, como el que avala ilustraciones de esa índole: nota sobre el género a partir del libro de Bly El hombre de hierro, escrita por el amigo de Hitchens, Martin Amis. De acuerdo con las condiciones del semanario, la foto en blanco y negro cierne el objeto y lo deja escapar a medias, antes de que le cambiaran al periódico el temperamento y las costumbres cromáticas las acuarelas del neocelandés Peter Campbell, que murió este año también. El perfil de la novia, Carol Blue, imperativo y pálido, no atenúa su belleza superlativa, con algo de Anouk Aimée. En primer plano, hay un florero fuera de foco con, en apariencia, rosas blancas, y el fondo es una biblioteca interminable.
Hitchens, más elegante que de costumbre, de saco y corbata, no desmerece a la novia. Hinchado ya y despeinado como siempre, mira al rabino con la decepción estrábica de descubrir que un dios ajeno está presente, atento a su ojal o al nudo de su corbata. El ateísmo desaforado de Hitchens lo obligó a desgañitarse en por lo menos dos libros, si bien el menos traducido, creo, es también el más hereje: The Missionary Position (La posición misionera), su ataque lacerante a la madre Teresa de Calcuta. Después de investigar la lista de benefactores materiales de la monja escueta, Hitchens llega a la conclusión de que vale la pena hacer el bien a costa de un mal perpetrado con tanto éxito, y se anima –es muy buen narrador– a contar la anécdota implacable. La madre Teresa aferra a un hombre cuyos dolores físicos lo precipitan al fin con la anuencia adicional del castigo. “Cristo lo está tocando”, dice la madre, para consolarlo, y repite: “Cristo lo está tocando”. “Me estoy muriendo de dolor”, implora la víctima, “¿puede pedirle a Cristo que deje de tocarme?”
Cuando ya no parecía posible, el brillo de la identidad opositora fue un lujo de Christopher Hitchens. Como los guerreros descritos por el sociólogo Sorokin, se regodeaba tanto en esas misiones de desconcierto que adquirió un mote respetuoso, reservado a quienes respaldan con sus pronunciamientos la opinión contundente, “the Hitch”. Cumplió cada uno de los pasos de su carrera con una singularidad pasmosa. Por algo Gore Vidal, un precursor con ubicación más cómoda en el Vaticano, lo nombró su heredero legítimo: polemistas de retórica parecida, con recursos ilimitados de sofista y de tahúr. Al mejor guerrero se le permitía contradecir cualquiera de los mandatos de la tribu, detectó Sorokin, por prepotencia de futuro, tal vez. El primer libro que leí de Hitchens, Blood, Class and Nostalgia, ampara una larga descripción de los antagonismos y afinidades entre el imperio gastado y el imperio imperante; el subtítulo, ironías anglosajonas, alcanzaba para definir el alcance. Aunque el alcance de las barras paralelas se encuentre en el infinito, siempre resulta insuficiente.
Una gran virtud de Hitch es la contención, el dominio: leyendo ese libro uno no se daba cuenta de que algo faltara. Aunque en apariencia inexpugnable –o inexpugnable para un testigo distanciado–, las relaciones de Estados Unidos –políticas, sociales y culturales– constituyen un raro borde geográfico, una especie de desfiladero proporcional a los accidentes –y sobre todo a los resultados– que produjo. Por cabeza dura, por porfiado, por buen argumentador, Hitchens conseguía restaurar el borde circunstancial del conflicto o la armonía, nunca preestablecida. Para eso se valía, en la primera parte, de las cartas intercambiadas por Rudy Kipling y Teddy Roosevelt, entre el intrépido niño explorador, rechazado por Mowgli y por Kim, y el presidente cowboy expulsado proféticamente de los dominios de Doc Holiday y Wyatt Earp. Hace muchos años, en ocasión de la publicación en inglés de no sé qué libro de Hitchens, sostuve que era irlandés y lo seguí haciendo durante mucho tiempo, aunque supiera ya que había nacido en Southampton en 1949. Anna Kazumi Stahl lo había visto en alguna Universidad del Sur en aquellos años –¿Tulane?– y me había contado su impresión: pugnaz y verborreico, the Hitch subyugaba a la audiencia con una velocidad voluptuosa que anunciaba acaso la urgencia por una pinta de stout. El valor verbal de un escritor de su laya se prueba en esa especie de ruedo inocente que los campus proporcionan (a pesar de Leiris, la literatura considerada como cualquier cosa, excepto tauromaquia). Hitch había estudiado en Balliol, y no me acuerdo si fue ahí donde coincidió con Bill Clinton, pero debe de haber sido, sí, donde surgió la idea del contrapunto de Blood, Class and Nostalgia: el ámbito de las similitudes y diferencias como un salón de esgrima en el que, gratuitamente las máscaras de esgrima fueron sustituidas por máscaras de gas. Años después, se explayó a sus anchas sobre gustos y disgustos, sobre escamoteos y mezquindades, sobre heroísmos ocultos y cualquier cosa que, bajo su mirada atenta, adquiriera el contorno definido de una cuestión a discutir, social, cultural o literaria. En alguna oportunidad repitió (les estaba invadiendo el territorio a los confederados sin que se dieran cuenta) el programa o mantra del gran escritor de Yoknapatawpha al elegir el libro favorito: “Anna Karénin, Anna Karénin, Anna Karénin”. Se explayó casi con dulzura sobre placeres relativos, como las novelas de Patrick O’Brien, y sobre los escrúpulos genealógicos –y los de otra índole– de Anthony Powell. También recuerdo una pieza memorable sobre el restaurante Bertorelli’s, donde solía reunirse el equipo thatcherista mejor entrenado de la literatura inglesa. Entre ellos, Kingsley Amis, cuyo Everyday Drinking, especie de tratado hipnótico sobre la ingestión alcohólica y sobre su consecuencia inmediata, inevitable e indigna, la resaca, Hitchens aprecia con bonhomía inusual, con reverencia de heredero despreocupado de cualquier linaje.
Por no ser irlandés, olvidó la consigna de Flann O’Brien, que consiste en no injuriar a Dios por cuestiones económicas: si existe, hay que tener cuidado; si no, es gratuito hacerlo. Por ignorar el racionalismo equidistante de los franceses, Hitchens omitió la petulancia de quien pudo responderle a Napoleón, quien inquiría sobre la ubicación de Dios en un sistema perfecto, que no se había ocupado de las hipótesis. De acuerdo con religiones descuidadas con inteligencia por “the Hitch”, seguiríamos agotando parábolas para hacerlo reír: la del monje que se extenúa y se extingue porque no quiere que sus discípulos lo dejen ir, y menciona entonces los lugares de este mundo que tanto le gustó visitar; las del hereje perdido en el laberinto de la perplejidad, donde le ha permitido adentrarse sin guía un dios cotidiano. Al último ateo a ultranza le aguarda al final la recompensa que brinda la oscuridad para recordar las estrellas. El otro se resigna cuando advierte que los discípulos, convenientemente instruidos, se han dejado persuadir sólo por sus razones y devaneos intelectuales: ignoran por completo los sentimientos y los anhelos del maestro. Así, contra cualquier integridad o suficiencia, el maestro debe marcharse sin los obsequios que el énfasis y los excesos de elocuencia lo privaron, modestamente, de rechazar. Angustia sorda, sin resonancia ni vibración como la que depara, negra espalda del tiempo, la muerte a secas.
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