› Por Stephen Fry
Se han escrito casi tantas palabra sobre Christopher Hitchens desde se muerte como las que él mismo hubiera escrito en una semana típica de trabajo. Fue una de las muy, muy pocas personas sobre la Tierra a las que hubiera extrañado igual aunque jamás hubiera tenido el placer y la suerte de conocer. El encendió fuegos en la cabeza de la gente. Era un educador. Era polémico en la misma medida en que era un peleador nato. No conocí a nadie que hablara mejor en vivo. Su escritura era inmaculada, sutil, sofisticada, repleta de referencias, conocimiento y razón. Su versión humanista de la apostasía que significó volverse en contra de Clinton y a favor de la guerra de Irak, enfureció o confundió a algunos de sus aliados naturales, pero ningún ser humano honesto pudo confrontar su obra sin admiración.
Lo primero que quiero es desmentir la noción de que Christopher fue todo honestidad y fervor político ateo y sin humor. Luchó por alguna causa toda su vida, les hizo frente a los abusadores, volcó sus energías de mil maneras distintas pero siempre, siempre con inteligencia, con estilo, con un uso del lenguaje suntuosamente exquisito, con una comprensión profunda de que la conexión entre el estilo y la sustancia es absoluta. Algo verdadero que se expresa mal, se convierte en una mentira. Como escritor y como orador, su asombroso dominio del inglés forma parte de su grandeza, y explica cómo llegó a convertirse en algo de lo que Gran Bretaña, o de hecho Norteamérica, puede raramente presumir, y por lo que raramente siente otra cosa que desprecio: un intelectual público. La expresión provoca cierto pudor, pero Christopher abrió el debate y les dio voz a las ideas y las causas que sin su talento hubieran sido menos ventiladas y menos comprendidas.
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