Sáb 24.12.2011
libros

Contra la tiranía de Dios

› Por Richard Dawkins

El 7 de octubre grabé una larga conversación con Christopher Hitchens en Houston, Texas, para la edición navideña de New Statesman, en la que estaba trabajando como editor invitado. Hitchens se veía frágil, y su voz ya no tenía su gravedad a lo Richard Burton; pero aunque su cuerpo se había visto claramente disminuido por la brutalidad del cáncer, su espíritu y su mente no. Apenas dos meses antes de su muerte, todavía estaba echando su luz implacable sobre verdades incómodas, diciendo lo indecible (“En mi modo de ver es así: si uno está escribiendo sobre la historia del ’30 y el ascenso del totalitarismo, puede eliminar la palabra ‘fascista’ si quiere, para Italia, Portugal, España, Checoslovaquia y Austria, y reemplazarla con ‘partido católico de extrema derecha’”), todavía liderando la causa por la libertad y la dignidad humana (“El totalitario es, para mí, el enemigo, el único que es absoluto, el único que quiere tener el control sobre el interior de tu cabeza, no sólo de tus acciones y tus impuestos. Y los orígenes de eso son teocráticos, obviamente. En su origen está la idea de que hay un líder supremo, o un papa infalible, o un jefe rabínico, o lo que sea, que puede ser el ventrílocuo de lo divino y decirnos qué hacer”) y aun alentando a otros para que defiendan temerariamente la verdad y la razón (“Es una vergüenza que tus colegas no formen filas para decir: ‘Escuchen, vamos a defender a nuestros colegas de esos elementos atroces e irritantes’”).

Christopher Hitchens era un escritor y un orador de un estilo impar, que dominaba un vocabulario y un rango de alusiones literarias e históricas más amplio que el de nadie que yo haya conocido. Hitchens era conocido como un hombre de la izquierda. Pero era un pensador demasiado complejo como para que lo ubicaran sin más en la dimensión izquierda-derecha. Era inclasificable. Se lo podría describir como un “opositor”, si no fuera porque él desaprobaba específica y correctamente ese título. Nunca se sabía qué iba a decir sobre nada hasta que lo escuchabas decirlo, y cuando lo hacía, lo decía tan bien y lo argumentaba de una manera tan completa, que si querías argumentar en su contra más te valía estar en guardia.

Hitchens fue un formidable adversario de los pretenciosos, de quienes piensan con confusión y de los intelectualmente deshonestos, era un amigo alentador de los jóvenes, los inseguros, y aquellos que siguieran tentativamente el camino de los librepensadores sin saber con seguridad hacia dónde los conduciría.

No era su intelecto lo único que admirábamos: también su beligerancia, su rechazo a tolerar un compromiso innoble, su franqueza, su espíritu indomable, su honestidad brutal. Y así como miró a su enfermedad a los ojos, encarnó una de las partes en el caso contra la religión.

Cada día de su desvaneciente vida demostró la falsedad de una de las más escuálidas mentiras cristianas: que no hay ateos en las trincheras. Hitch estaba en una trinchera, y lidió con ello con un coraje, una honestidad y una dignidad que cualquiera de nosotros estaría orgulloso de poder exhibir. Y en el proceso demostró ser aun más digno de nuestra admiración, de nuestro respeto y amor.

Adiós, gran voz. Gran voz de la razón, de la humanidad, del humor. Gran voz contra la hipocresía, contra el oscurantismo y la falsedad, contra todos los tiranos, incluido Dios.

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