› Por Nicholas Shakespeare
La muerte de Christopher Hitchens es un recordatorio de que el periodismo puede ser un llamado noble y que, al responder a ese llamado, no es necesario que sus mejores practicantes te pinchen el teléfono. Hitchens enseñó que era un ejercicio muy gratificante sintonizar con las viejas verdades de sus mentores del siglo XIX: leer los libros correctos, conocer a la gente indicada, hacer las preguntas precisas.
Lo que Hitchens tenía en común con Shumble, Whelper y Pigge, los periodistas de su novela favorita de Evelyn Waugh, Scoop, era por encima de todo sus estilos de vida. Fumaba 50 mil cigarrillos por año y tomaba como una ballena. Que pueda haber sido terminante en su camino hacia el encuentro con su creador no fue una sorpresa para casi nadie. No es que él creyera que hay un creador. Para Hitch, el pensador independiente, el Todopoderoso no presentaba sino otro blanco para unos de sus desdeñosas invectivas, junto con Margaret Thatcher (quien más bien le gustaba), la Madre Teresa (que no), y el fascismo islámico en todos sus aspectos, pero muy especialmente en sus posiciones sobre la vida después de la muerte. Lo que importaba, para Hitchens, era el aquí y ahora, inyectado con una profunda comprensión histórica y fustigado con latigazos de contrariedad. “Uno debe buscar siempre nuevos medios para mantener frescos y crudos los asuntos que le son familiares”, y así lo hacía. La única deidad que podría haber tolerado fue George Orwell.
Yo pude ver cómo encendía una habitación, incluso cuando la estaba prendiendo fuego. Si su desdén podía ser incinerante, todavía brillaba con humor. Salman Rushdie creía que Hitchens era uno de los hombres más graciosos que había conocido (siendo el otro Bruce Chatwin). Siempre sostuvo que “la gente que nunca debe tener poder son los que no tienen sentido del humor”.
En sus posiciones políticas, no siempre era tan cómico. Por mucho que se esforzara por disimularlo, su temprano trotskismo estaba a la par con la abrupta defección de su madre del palpable fraude que era el Maharishi Mahesh Yogi.
En Oxford desarrolló una alianza a la carta con las clases trabajadoras, lo que no le impidió aceptar invitaciones a clubes del ala derecha en los cuales, recién llegado de pintar con spray slogans pro-Vietcong en los muros de las plantas automovilísticas, una vez le fue servido, y aparentemente engulló, un postre llamado “Bombe Hanoi”. A partir de entonces, su marxismo realiza un viraje de Karl a Harpo, insistiendo todo el tiempo, obstinadamente, en que era el mundo el que había cambiado, no Hitch. Cuando llegó la lucha armada, Hitchens se unió a ella enseguida, pero del lado de George W. Bush. Parece adecuado que la bandera de su vida haya bajado en el mismo momento en que las últimas tropas norteamericanas arrían las barras y estrellas en Irak. Apologista de la guerra, nunca se disculpó cuando todo salió mal, pero debe soportar una parte de la culpa, porque él estuvo ahí, sabiendo. Y al igual que aquella empresa, puede que pase un largo tiempo hasta que conozcamos los verdaderos contornos de su legado.
No era George Orwell. No creo en absolutamente todo lo que escribió ni, sospecho, tampoco lo creía él. Si asumía determinada postura, había una sensación de que, a veces, era tan solo eso: una postura. Hitchens atacó a la Madre Teresa y a Dios siguiendo el mismo reflejo. Estaba más interesado en ser controvertido que preciso.
Y aun así lo que le impidió convertirse en George Orwell es aquello que le permitió ser Christopher Hitchens: un opositor autodestructivo, un polemista sin igual, un amigo leal y un picador de afilada pluma que pinchaba a sus lectores para que estuvieran de acuerdo o en desacuerdo con él, y obligarlos a tomar posición. Su periodismo sobrevivirá –a falta de una mejor razón–, porque lo erigió sobre un amor por la lengua inglesa que era más profundo y más perdurable que cualquiera de sus controversias o sus dogmas.
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