› Por Christopher Hitchens
Dejando de lado a aquellos que le han agradecido a Dios por darme cáncer y un futuro en el infierno eterno, la oferta de una plegaria sólo puede implicar dos cosas: o bien el deseo de que me recupere, o un deseo para que reconsidere mi ateísmo (o ambas). En el primer caso, una tarjeta de “Que te mejores”, acompañada de un buen libro o un buen vino, sería igual de vigorizante o más aún. (Además de más fácil de verificar.) En el segundo, está presente una clara sugerencia: seguramente ahora, por fin, Hitchens, tus miedos comenzarán a vencer tu razón. ¡Vaya anhelo! Pero incluso sin esa parodia de preocupación, la religión perdería instantáneamente una vasta porción de su poder. En caso de que yo estuviera equivocado, los creyentes habrían estado rezando para que yo viera la luz cuando no me estaba muriendo. Pero esto es algo que mayormente no eligieron hacer.
Se asegura que la deidad cuya intercesión es implorada es omnisciente y omnipresente. Está totalmente al tanto de la situación. Puede convertirme en un creyente si así lo decide, o hacer desaparecer mi carcinoma. ¿Por qué habría de dejarse dominar por las súplicas de otros pecadores? Mi conclusión provisoria es que aquellos que practican conjuros lo están haciendo tanto por su bien como por el mío: no hay ningún daño en ello y es probable que produzca el mismo resultado.
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