Domingo, 6 de mayo de 2012 | Hoy
EL ORIENTE
Las diversas culturas de Oriente han insistido, en sus mitologías, en la presentación del Paraíso como un jardín exuberante que da frutos sin solicitar esfuerzo humano y en donde el paso del agua y la armonía con la vida animal llevan al hombre a un estado de contemplación que luego aparecería en los mitos occidentales con la figura del Jardín del Edén en el Génesis o con la Arcadia literaria de los romanos retomada por otras literaturas nacionales, como la española, por caso. Si bien cada jardín presenta sus variantes, hay algunas constantes en la comparación de cada uno de los mitos que revelan que, sea ya propio de la mitología babilónica o de las historias acerca de emperadores chinos, lo que guardan en común no sólo es la belleza de las plantas, sino también la presencia de una muralla que divide el espacio sagrado de la vida cotidiana y que también protege al jardín de la mirada de los no elegidos, de los que se quedaron afuera y no podrán habitarlo nunca. “El muro que rodea a los jardines”, aclara Colombres, “no es el de una prisión. Ya vimos que lo sagrado es de por sí un territorio preservado, que se expone poco a las dialécticas de la cultura, que se dan en el afuera. En el adentro se guarda todo lo cargado de sentido, la intimidad del ser. Las medianeras de las casas que habitamos también nos protegen del barullo exterior, de las depredaciones, de las intromisiones indeseadas, y hacen posible ese silencio en el que se produce la creación. No estoy hablando de muros políticos, como el de Berlín. La intelectualización que hizo el cristianismo fue para reemplazar al Paraíso Terrenal por el Paraíso Celestial; es una fuga hacia la nada, una renuncia a la comunidad, como buena parte del misticismo. Como ejemplo de un paraíso intelectual de cierta belleza y coherencia, pondría a los jardines secos de los samurais, a los que dedico un capítulo”.
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