Domingo, 21 de octubre de 2012 | Hoy
Por Reina Roffe
Un artista no debería “contar su vida tal como la ha vivido, sino vivirla tal como la contará”, anotó en 1892 André Gide en sus Diarios. “Dicho de otra manera: que su retrato, pues eso es lo que será su vida, se identifique con el retrato ideal que anhela; y más sencillamente, que sea como quiere ser.” Es lo que hizo Rulfo cuando fue escritor y, sobre todo, cuando dejó de serlo. Porque entonces se deseó como tal y, contra viento y marea, ejerció de escritor: viajó profusamente, participó en congresos y ferias, recibió premios y homenajes, y se retrató a sí mismo: habló. Pero su discurso no fue el de un intelectual, sino el de un narrador nato: contó historias de sus antepasados, de su infancia y su juventud, de la región donde transcurren sus relatos, del campesino de Jalisco, del cómo y el porqué de una obra hecha y de otra en eterna gestación presentada como ilusión de su actividad creadora. Durante tres décadas, en vez de escribir, jugó a hacerlo: Días sin floresta, La cordillera y alguna otra promesa no llegaron nunca a concretarse en cuentos ni en novelas. De este modo, se convirtió en una especie de juglar moderno, un narrador oral que relevó al otro, al que ya no escribía, dando rienda suelta a su imaginación y ofreciendo versiones distintas, incluso arbitrarias, de ciertos hechos, porque la verdad no importaba mucho.
La agrafia de Rulfo (que duró unos treinta empecinados años) perdió así su rasgo de imposibilidad dolorosa. Sacándole partido a la neurosis de su silencio –después de la publicación de Pedro Páramo, en 1955, y hasta su muerte, en 1986, no dio a conocer más obras de ficción, apenas algunos guiones de cine y un puñado de notas para prólogos y periódicos–, encontró finalmente su reducto gozoso. Los relatos súbitos de jalisciense, esas minificciones, podríamos llamar hoy, que soltaba a regañadientes para la prensa fueron compilados y difundidos por amigos –reales y supuestos–- y por escribidores –llámense periodistas, profesores o críticos–, y vertidos en papel con el objeto de conservarlos para la memoria. En ellos hay algo de Rulfo y algo de los memoriosos que lo frecuentaron.
Por obra de su propia voz y la escritura de otros, su historia personal se hizo ficción para emerger como pieza literaria. La figura, a fuerza de ser pública, se adecuó a lo público con un sello atrayente que concitó inmediata atención. Todos querían saber por qué no había escrito más este Rimbaud de la campiña jalisciense, adscripto a la sede mexicana de los autores del “no”, realmente extraño, casi anacrónico para la sociedad contemporánea: mercantil, devota del éxito, mediática, que promueve el espectáculo y la masificación de los productos culturales, y palpita a la caza y captura de lo diferente, que siempre fascina.
Rulfo es un caso que se da de cuando en cuando. Aunque más excéntrico todavía fue el norteamericano Salinger, un auténtico huraño, que siguió generando interés pese a su incorruptible retiro de décadas, a su total silencio, en una época incidental por excelencia y en un medio del que desaparecen, empujados hacia el olvido, hasta los artistas más prolíficos, histriónicos y sociables.
Si bien la obra del autor mexicano suscita unánime admiración, Rulfo es, en cambio, un modelo que nadie desea imitar, resulta un espejo temible. ¿Quién querría reconocerse en él, si al menos no ha escrito una obra memorable? De ahí la insistencia en continuar preguntándose por qué “prefirió no hacerlo” como el escribiente Bartleby de Melville, no escribir más, interrogante del que todavía se pretende extraer una revelación acabada, definitiva, que calme la zozobra del eclipse creativo, esta especie de muerte simbólica del artista. ¿Por qué, teniendo un mundo como escenario, Rulfo se había retirado de la escena de la escritura?
La inhibición creativa, como se sabe, produce sentimientos parecidos al del suicidio. Mientras éste es considerado por unos como la negación de la vida, para otros es una salida honorable, reivindicativa de la libertad del individuo. Pero cuando alguien muere o algo muere en los otros, no hacemos más que pensar en nuestra propia muerte. Exigimos, por tanto, una explicación que siempre es efímera, momentánea, porque en estas coordenadas las respuestas nunca pueden ser completas ni plenamente satisfactorias.
(Del prólogo de Juan Rulfo. Biografía no autorizada)
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