Domingo, 3 de marzo de 2013 | Hoy
Figura imprescindible de la industria editorial francesa de la segunda mitad del siglo XX, Jérôme Lindon dirigió desde 1948 hasta su muerte en 2001 la emblemática editorial francesa Les Editions de Minuit que ostenta el record de haber publicado a tres premios Nobel. Además de resultar un faro para la literatura francesa, con la publicación de los escritores más destacados (a tal punto que, en cierta forma, la editorial catapultó a la fama al Nouveau Roman) tuvo también un destacado rol social durante los años de la guerra de Argelia, a partir de la publicación de numerosas obras que denunciaban la tortura y daban voz a los desertores. En 1989, Jérôme Lindon es nombrado miembro del consejo superior de la lengua francesa y también fue muy destacada su tarea como defensor del libro y de las librerías independientes contra la amenaza de las grandes cadenas comerciales: fue uno de los hacedores del proyecto que se convertiría en la ley de precio único del libro.
El mismo año de su muerte, el escritor Jean Echenoz (una de las últimas criaturas literarias más exitosas de Minuit) escribió una obra inclasificable, divertida, seria y reveladora acerca de uno de los editores más influyentes de su país: Jérôme Lindon, mi editor.
Sin embargo, faltaba la voz de su propio hijo para vislumbrar la otra cara de la moneda, los entretelones de la vida del editor consagrado. Sin concesiones, Mathieu elabora un listado completo de reproches a su padre: su conservadurismo, su fanatismo por el protocolo (a tal punto que si en una reunión se encontraba hablando con un ministro prefería no interrumpir esa charla para saludar a su hijo), cierto abuso de poder (parado sobre el indiscutible prestigio de su editorial escamoteaba el dinero correspondiente a los derechos de autor) y acaso cierta ceguera para entender el pulso del momento. Una ceguera que le impedía valorar, por ejemplo, lo que estaba produciendo Hervé Guibert. De todas formas, y a pesar de todos esos aspectos negativos, Mathieu siempre encuentra algún gesto capaz de reivindicar la imagen de su padre hasta quedar en paz con él. Sobre todo, y eso sí, por haber tenido la inconmensurable suerte de conocer a Michel Foucault.
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