Domingo, 8 de septiembre de 2013 | Hoy
Por Mercedes Halfon
En el título de su primera novela, Vera Fogwill juega con el legendario film de Ettore Scola que retrataba con funesto humor la decadencia moral de una familia proletaria italiana. Pero así como en el caso de Scola el titulo funcionaba como una descripción literal, en el de Vera Fogwill, esta caracterización es tan irónica como ambigua. Los sujetos que el título predica son seis, y seis mundos se abren con ellos: el de los coleccionistas de armas, el de la excavación de petróleo en el desierto argentino, el de las preocupaciones adolescentes que van de las cirugías estéticas a la salvación del mundo, pasando por la importancia crucial de la playstation; el de la industria de la inseguridad; el de la industria de la autoayuda a gran escala; el del amor en la tercera edad; el de los ex combatientes de Malvinas, entre otros, muchos otros (algunos, si no todos, puede apreciarse, mundos muy “fogwillianos”). Si algo tienen en común los seis personajes es que están sosteniendo una apariencia. Son buenos, pero quieren dejar de serlo; están limpios, pero eso significa un esfuerzo gigantesco; son lindos, pero no para ellos mismos.
La novela, como una suerte de tragedia kitsch, nos cuenta el final de estas insólitas historias, al principio. Los personajes están muertos ya. Lo que leemos es lo que los llevó hasta ese final, en casi todos los casos, algo patético. El relato nos llega por parte de una narradora también personaje, también muerta, que como un dios, todo lo sabe y todo lo ve. Y quien conozca un poco el mundo de Vera Fogwill no le costará demasiado relacionar a esta chica, madre joven con un pasado de rock y noche porteña, con la antiheroína de Las mantenidas sin sueños. Ambas están retratadas con una gran sensibilidad para el exceso, visto desde el punto de vista del límite que significa un niño a cargo. Con la diferencia de que esta madre sola con su hijito en un departamento no es una adicta, sino que está, directamente, muerta.
Decir que se trata de una historia coral es poco: es una novela hiperbólica, un híper relato, que en cada pliegue abre una nueva capa de detalle y de sentido. La autora es también una investigadora obsesiva, capaz de introducir seis párrafos con diferentes modelos de armas con sus características, o la demanda judicial que le inician a un empresario senil y delirante sus hijos; o transcribir el discurso capitalista- evangélico de un líder de la autoayuda en pleno trance carismático. Pero lo pormenorizado no pasa solamente por los objetos y las cifras (¿cuántas toneladas pesa un cañón que fue llevado a la Guerra de Malvinas? ¿Cuántas personas mueren en un año en la ciudad de Buenos Aires? ¿Y en un mes? ¿Y en un día?) sino fundamentalmente, por el retrato de las psiquis de los sujetos. No hay cavilación que nos sea ajena.
Esta maquinaria encuentra su punto límite. No estamos sólo frente a títeres a punto de perder la cabeza. A la exuberancia narrativa que constituye finalmente la voz de Vera Fogwill, una voz que avanza sin detenerse en casi cuatrocientas páginas, llega a un momento de abismo. La narradora omnisciente de pronto pone en duda todo. Prevalece el sentir al saber, y es puesta en cuestión la misma matriz que ha construido el relato. Como si de pronto comenzara a preguntarse ¿de dónde saqué estas historias? ¿Son ciertas? ¿Me las inventé? ¿Pero qué clase de preguntas son éstas?
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