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Domingo, 21 de septiembre de 2003

Incienso en el corazón *

por Iharu Saikaku

Dicen que cuando los naranjos mandarines del sur del Yangtze se trasplantan al norte, de inmediato las hojas se modifican asemejándose a las del trébol. Esta transformación por cierto nos resulta plausible, pues existe un fenómeno similar en Japón. Si ustedes ponen a un joven del norte del río, de cabellos rojizos, en manos de un asistente teatral del sur del río, pronto su cabello se volverá negro y brillante como el de una tayû. El cambio será tan radical, que uno dudará si se trata de la misma persona. Las apariencias pueden mejorarse con un cuidadoso acicalamiento.
Algunos dicen: “Los actores Kabuki son parejamente hermosos en nuestros días”. Otros replican: “Hay pocos realmente bellos”. He observado la trayectoria de muchos de esos muchachos que son recogidos por propietarios o actores. Aquellos capaces de actuar en los escenarios de nuestros días son tal vez uno en mil. Los otros son al mismo tiempo apuestos y estúpidos, o listos e incapaces de divertir a la gente. Nadie sabe cuántos propietarios sufrieron enormes pérdidas financieras al resultar que el muchacho que habían preparado par el estrellato no puede seguir el ritmo, o bien que aquel en quien habían depositado sus esperanzas de éxito, repentinamente se enferma. Por cierto que no ha de haber nada más riesgoso que intentar crear una estrella teatral.
Siendo así, ¿cómo puede alguien lamentar gastar dinero en actores? Las tarifas de los actores deben considerarse como el costo de un remedio que nos prolonga la vida. Estos jóvenes nos brindan una medicina única. Pueden tener la apariencia de muchachos comunes, pero emocionalmente son como cortesanas de la más alta categoría, con dos diferencias: han superado la rigidez de aquéllas, y uno nunca se cansa de su conversación.
En otros tiempos, la predilección era por los muchachos rudos y de cuerpos musculosos. Los hombres se contoneaban al hablar. Preferían jóvenes grandes, fornidos y con cicatrices en sus cuerpos como señal de amor viril. Este espíritu alcanzó a los actores, quienes blandían sin excepción espadas. No hace falta aclarar que estas conductas ya no se aprecian. Hasta el templo portátil del Festival de San-ô circula sin hacer sangrar. En una era en que ni los guerreros necesitan armaduras, obviamente es mejor no mostrar puñales durante las fiestas. Los melones deben cortarse en las cocinas y llevarse servidos en platos. En nuestros días los muchachos se desean delicados, y nada más. En Edo, un actor puede ser llamado “Pequeña Murasaki” o en Kioto, “Kaoru”, nombres que suenan dulcemente, para placer del oído, igual que los de cortesanas.
Sodeshima Ichiya, Kawashima Kazuma, Sakurayama Rinnosuke, Sodeoka Ima-Masanosuke, Mitsue Kasen y otros, acentúan su natural belleza vistiendo rojas enaguas de mujer, una costumbre que los hombres encuentran sumamente erótica. Hordas de hombres se detienen y fijan la mirada, a pesar de no tener ninguna intención de gastar dinero, sólo para memorizar los emblemas de los actores y aprender sus nombres cuando los ven salir hacia el teatro a la mañana o regresar de noche a sus casas.
Cuando Suzuki Heizaemon, Yamashita Hanzaemon, Naike Hikozaemon y Kozaemon van camino a su casa, nadie les presta atención, a pesar de ser excelentes actores. En cambio, los hombres les echan el ojo a los jóvenes actores aprendices que visten sus kimonos de algodón de mangas anchas, con las bolsitas de medicinas que cuelgan de sus caderas, y que van peinados con sus moños dobles. Por su parte, las novias o las esposas de la misma edad que estos hombres se juntan en ruidosos grupos en las cercanías del Templo de Sennichi, siendo su excitación aun más violenta pues saben que su deseo por los muchachos está condenado a frustrarse.
Cierta vez invité a Yamatoya Jimbei a ir en peregrinación conmigo a Kachiô-ji en ocasión del retiro del velo a la imagen. Cruzamos el río Nakatsu en balsa, y detuvimos nuestros palanquines en los bosques del templo en Kita-nakajima.
–Tabaco y té –pedimos, y nos quedamos un momento. Llegó entonces una muchacha hermosa que parecía de 16 años, pero que tal vez tuviera 15. Vestía un kimono de seda negra de mangas largas con aplicaciones de una variedad de preciosos tesoros. Su cinto era blanco con imágenes de golondrinas en hilos de color violeta, atado en la parte posterior. Calzaba medias de color azul claro y sandalias de paja con dos tiras de delgados hilos para separar los dedos. A cada paso se veía su enagua roja con diseño de diamantes. Su cabello estaba recogido en un rodete de estilo, decorado con una peineta y una aguja con trabajos de oro y plata. Su sombrero de paja tenía un forro de tela color azul claro con hilos en oro, atado con una cuerda hecha de papel de carta retorcido. Lo que vestía, sus modales, todo reflejaba un impecable buen gusto. Por otra parte, no estaba maquillada. No había absolutamente nada que objetarle.
Acompañándola a la izquierda iba una monja vestida con un negro hábito, y más a la izquierda, una mujer que parecía su aya. También llevaba a su acompañante personal y a una criada, ambas bellamente ataviadas. Un palanquín las seguía. Un hombre de más de 50 años que parecía tener mando, y un hombre más joven con una larga espada, las precedían. Era obvio que pertenecían a una rica familia de comerciantes.
La muchacha se nos acercó con candidez, pero apenas vio a Jimbei se agitó. Deslizó su manga para que él la viera. El carácter “incienso”, que era el emblema de Jimbei, resultaba claramente visible, teñido en el vestido de la joven. De modo que sus sentimientos hacia él no eran un súbito impulso.
En seguida empezó a temblar excitada, y sus piernas ya no pudieron sostenerla. En la aldea donde se encuentra el templo de Ebisu, finalmente subió al palanquín. La perdimos entonces de vista y seguimos nuestro camino.
Quizás por un lazo kármico, volvimos a encontrarnos con ella en el templo. Apareció ante nosotros con una expresión de herida de amor en sus ojos. Un monje estaba explicando de un modo erudito la historia de cada uno de los tesoros del templo, pero ella sólo se interesaba por Jimbei. Su rostro parecía decir: “¿Qué tiene de grandioso que una avispa aguijonee un cuerno de unicornio? No me importa si tu estúpido búfalo de piedra se quiebra en miles de fragmentos. Incluso tu preciosa estatua de Buda que milagrosamente ha descendido del cielo nada significa para mí. ¡Sólo te pido a Jimbei!” No podíamos sino sentir pena por ella, sabedores de que su pasión estaba condenada a la frustración (¡Me compadecía del individuo que la tomara por esposa!). Si hubiera sido un muchacho, ninguno de nosotros habría dudado ni dos veces en sacrificar su vida, pero éramos hombres de buen tono, un grupo de misóginos, de modo que la ignoramos y volvimos a casa.
Esa noche nos divertimos con algunas composiciones de versos cómicos encadenados, en la Ermita de la Luna en Sakarazuka, adonde fuimos para ver los colores del otoño. Su dueño nos convidó con fino vino de Itami y Konoike.
–Ahora y entonces, obtuvimos muchachos por las calles de esta ciudad —dijo éste.
Arruinado nuestro placer por su comentario, nos encaminamos a nuestras casas. En el camino, nos sentimos incómodos por haber rozado nuestras mangas con las de esa muchacha que se había prendado de Jimbei, de modo que nos purificamos en el río Temma y nos lavamos los ojos, mancillados por su imagen. Después volvimos a Dôtombori. En el teatro, al día siguiente, desde la escena inicial de amor hasta la conclusión de la obra, hablamos exclusivamente del amor por los muchachos.
Este modo de amor no nos es exclusivo; se practica en todo el mundo conocido. En la India, curiosamente, se lo conoce como el Camino Desviado. En China, se lo denomina Costumbres Fútiles. Y aquí, en nuestra tierra, florece como La Vía por los Muchachos. Porque existe el amor por las mujeres, la loca raza humana se perpetúa. Llegue a ser el amor por los muchachos la forma común de amor en el mundo, extínganse las mujeres y sea nuestra tierra una Isla de Hombres. Las peleas entre marido y mujer cesarían, los celos desaparecerían, y el mundo entero entraría finalmente en una era de paz.

* Fragmento 8/5: “¿Quién lleva el carácter ‘Incienso’ impreso en su corazón?”

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