Jueves, 27 de diciembre de 2012 | Hoy
¿SE IMAGINAN UN ROCK SIN SHOWS?
Por Javier Aguirre
Así como los pingos se ven en la cancha, se supone que los rockers se ven en el escenario. Ahí, sobre el verde tablado, es donde hay que pelar. Ahí es donde se terminan los artificios del estudio de grabación, donde no se aceptan las pifias de la sala de ensayo, donde no hay sobreprotectores ingenieros de sonido que disimulen imperfecciones de ejecución y aboguen, vía mouse, por respetar las mínimas normativas de la afinación. Ahí es donde la canción no es un mero “play” en el reproductor de sonido, sino un momento muscular, único e irrepetible; la vida en tiempo real, un aquí y ahora rocker que jamás volverá. Ahí es donde se experimenta el cara a cara con el público, ahí es donde no hay intermediarios –ni camarógrafos, ni VJs, ni productores artísticos, ni conductores de radio, ni timbrazos del pibe del delivery– metiendo la cola entre el artista y “la gente”. Ahí es donde las canciones se cantan con actitud, adrenalina y look, y no con pantuflas, jogging raído y cara de ojete.
El show, se supone, es el estadio más salvaje del rock. Se supone. Pero así como la pólvora terminó con los samurais, los ninjas y los borgeanos guapos cuchilleros, el playback terminó con la ilusión de verosimilitud que sustentó por décadas el prestigio de autenticidad de los shows. Y de pronto (un saludo para los Milli Vanilli) cae la ficha de que el concierto no necesariamente representa la resistencia del rock de verdad y la cara descarnada del artista. El show es un espectáculo, con tantos o más “artificios” que un álbum de estudio: pantallas gigantes, chanchos voladores, director de cámaras, coreografías, peinados, cónicos corpiños metalizados, brigadas de coreutas, escenarios giratorios, emotivos clips ralentizados, megaladrillos en la pared, robóticas serpientes escupidoras de fuego, sesionistas sin reflector que los ilumine... ¡Hasta tiene sonidista-estrella!
¿Acaso los discos en vivo, en tanto herramienta para multiplicar las utilidades de una noche, y más allá de las preferencias de los cultores del sonido en directo, no cargan con el sambenito de resultar un choreo de la industria? Es lo que pasa cuando se pretende capturar un momento irrepetible, justamente, para repetirlo. Y para hacer caja.
Para colmo, también pesa la administración de recursos energéticos no renovables, como son las pilas, las limitaciones humanas, de tiempo y de fuerzas, que tiene un artista. Los Beatles ya no tocaban en vivo cuando grabaron Sgt. Pepper’s... o el Album Blanco, discos que confirmaron que, con o sin grititos de beatlemanía, el rock como obra artística les debía cuatro buenos asientos. Como si liberarse de giras y de repertorios repetidos en 50 ciudades les hubiese permitido dirigir más energía a la composición, a la experimentación y a la grabación.
El hábito ermitaño que llevó a Andrés Calamaro o al Indio Solari a alejarse por años de los escenarios tampoco implicó mermas en la popularidad ni en la productividad, tanto en términos cualitativo como cuantitativo. “Me gusta la idea de ser un monstruo de los discos”, dijo alguna vez, escondido en su guarida de cuatro canales y ninguna ventana, quien concibió un disco quíntuple que fue su máxima obra: El salmón.
¿Entonces, puede haber rock sin shows? Claro, y hasta puede coincidir con el pico de inspiración compositiva de un rocker. Aunque el contador se va a enojar: los tickets vendidos son un ingreso más rápido y furioso que esperar sentado meses, o años, hasta que Sadaic largue algún peso en concepto de esperadas regalías por derechos de autor.
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