Domingo, 3 de abril de 2016 | Hoy
FAN › UN FOTóGRAFO ELIGE SU FOTO FAVORITA: SANTIAGO HAFFORD Y “EL JUGADOR” DE MARCOS LóPEZ
Por Santiago Hafford
Conocí a Marcos López hace unos años en uno de los clásicos asados que organizaba Ataúlfo Perez Aznar en una antigua casona familiar de La Plata. Ese día sólo cruzamos unas pocas palabras. Había mucha gente invitada y Marcos llegó ya empezado el almuerzo, saludó en forma general y se sentó junto a su esposa en una mesa apartada donde estaban Oscar Pintor, Eduardo Grossman y otros integrantes del emblemático Núcleo de Autores Fotográficos.
Era otoño y entre las ramas de los árboles se filtraba el sol de la tarde. Las flores del jacarandá coloreaban la escena a contra estación. Refrescaba.
A eso de las seis los invitados comenzaron a irse tras una larga sobremesa y la infaltable recorrida por el interior de la histórica casa de pisos crujientes, bibliotecas hasta el techo y armaduras medievales en donde años atrás se habían montado algunas de las exposiciones más heterogéneas y recordadas de fotógrafos argentinos de las últimas décadas.
Me encontré con Marcos en la vereda, yéndose, y hablamos un minuto de su último libro. Le conté que lo estaba pagando en cuotas y nos reímos. Me felicitó por el premio editorial que yo acababa de ganar en México, donde él había sido jurado y cuando le agradecí respondió al instante que estaba contento con el resultado a lo que agregó “aunque yo a vos no te voté” y nos reímos.
Nos sacamos una foto juntos y nos despedimos. Ese día eso fue todo.
Veinte años antes había estado en su estudio.
Había llegado hasta ahí invitado por Javier Gil, un amigo de Comodoro Rivadavia que por esos años era su asistente y tenía las llaves. Creo que Marcos no estaba en la ciudad. Entramos y vi los retratos calados en figuras de cartón a tamaño natural de algunas de sus clásicas fotos de Pop Latino, sus cámaras y algunos libros.
En el grabador sonaba la música del disco El dirigible del uruguayo Fernando Cabrera.
Tengo un recuerdo muy vivo de ese momento, una mezcla de incomodidad y emoción. No sé si realmente quería estar ahí. Sentía que Marcos entraría en cualquier momento y se molestaría. Nunca me sentí cómodo en este tipo de incursiones clandestinas. Estudié en un colegio de curas en donde pedir permiso siempre fue la regla.
Ese día pasamos la tarde viendo las fotos que Javier le estaba copiando, retratos en blanco y negro hechos en formato medio. Entre esas fotos encontramos una copia de “El jugador”, chiquita, de 10 x 15 cm de colores profundos. Javier me la regaló. No quería aceptarla pero insistió: “Llevala, hay muchas”, me dijo. Creo que habían hecho cien para la inauguración de una muestra.
Recuerdo también haber visto en el lugar una copia en blanco y negro de una foto en la que William Klein abraza a Lisette Model con una mano y con la otra levanta una Leica.
Días atrás había estado viendo su muestra Doble Discurso, en el Centro Cultural Ricardo Rojas en donde además de fotos había expuesto un óleo y donde los marcos estaban decorados con semillas de colores y plantas de maíz. Era mediados de los 90.
No había visto algo así en fotografía hasta el momento. La fotogalería del Rojas, transitada, ruidosa, era el lugar ideal para esas imágenes. Todo era color, salvo una pequeña copia del retrato de María, de Humberto Rivas, a un costado de la sala, a modo de pequeño homenaje al oficio de retratar.
“El jugador” siempre estuvo colgada en mi casa, en todas las casas que habité desde que vivo en la provincia de Buenos Aires. Está también en los momentos en los que pierdo todo interés por la fotografía: es una imagen que me devuelve al camino. Una especie de estampita pagana a la que se le pide y se le ofrenda.
Por eso la elijo entre tantas otras fotos que verdaderamente me gustan y porque destila patria, orgullo y melancolía. Emociones de la infancia, recuerdos de provincia. Parques de diversiones girando por la Patagonia, con sus lonas de colores primarios desgastados moviéndose al viento al son del golpeteo de hierros oxidados.
Toda la ilusión en ella condensada.
Un retrato o puesta en escena que ofrece las ganas de jugar y el miedo a perder.
Metáforas del barrio.
El dueño de la pelota y el gordito que va al arco.
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