Domingo, 3 de abril de 2016 | Hoy
ENTREVISTA > OMAR PACHECO
Desde hace cuarenta años, Omar Pacheco se dedica al teatro: sus comienzos estuvieron cerca del realismo, acompañados de una militancia política que acabó en exilio en 1978. Cuando volvió, su mirada había cambiado. Después de investigaciones teatrales y antropológicas llegó a una producción absolutamente personal encarnada en su Teatro Inestable: obras simbólicas, sin texto, con imágenes impactantes, tratando de llegar a un afuera de los comportamientos sociales. Sus concepciones sobre el teatro, que lo han convertido en un rara avis del ambiente, acaban de aparecer en su libro Cuando se detiene la palabra (Colihue), una recopilación de textos que incluye palabras preliminares de amigos y seguidores como Victor Hugo Morales y Rodolfo Braceli.
Por Mercedes Halfon
Pocas veces el nombre de un teatro dice tanto sobre lo que ese espacio significa en una ciudad. Eso pasa con La Otra Orilla: ubicado en pleno Balvanera —coordenadas algo insólitas para la escena alternativa — cuadras hacia el sur de avenida Rivadavia que, como si fuera una línea imaginaria, deja al teatro en una suerte de periferia, una zona de mayor radicalidad. La calle donde se ubica es más bien pequeña, pero hay una puerta grande y un cartel notorio que anuncia la presencia de la sala. Algo le dice a su barrio este teatro, no guarda un secreto para los que entienden, más bien quiere abrirse, decir en voz alta. En el interior de la nave el clima se intensifica, paredes oscuras empapeladas con afiches de antaño y escaleras color bordeaux. Todo comandado por Omar Pacheco, un director de teatro que es también un testigo de tiempos complicados, un sobreviviente, un creador único y de algún modo un outsider. Entrevistarlo es sumergirse en ese edificio peculiar hasta llegar a su estudio, una pequeña oficinita donde en penumbras, apenas iluminado por una luz teatral, se dispone a rememorar.
La excusa de la charla es la salida de su libro Cuando se detiene la palabra, donde compila sus concepciones sobre el arte al que se dedica desde hace cuarenta años. El libro cuenta con textos preliminares de Víctor Hugo Morales y Rodolfo Braceli, amigos y seguidores del director, además de un estudio de su poética en manos de Ludmila Barbero y una extensa entrevista realizada por el investigador Jorge Dubatti. Es una pieza para la que este autor ha tenido que vencer el prejuicio de poner en palabras una práctica que de por sí desconfía de las conceptualizaciones, de la confianza en el logos representado por el texto dramático en la tradición teatral. “Era un desafío explicar lo que hacemos, parece todo muy hermético pero en realidad es muy sencillo. Es contradictorio. Ser uno y no un personaje parece sencillo pero es complejo, porque uno arma un personaje durante toda su vida. Quería ver si encontraba una síntesis que me representara y a la vez se comprometiera con lo que yo hago desde siempre.”
Es esa idea, el compromiso en un sentido amplio, la que más lo define. Por la misma razón que su teatro se llama La Otra Orilla y en vez de desplegarse horizontalmente como lo hace la mayor parte de las salas de Buenos Aires en galpones o casas chorizos, lo hace verticalmente, a través de sucesivos pisos donde para transitarlos hay que despegarse de la calle, cambiar de estado y respiración. También es por eso que Pacheco, para trasmitir lo difícil que se le vuelve explicarse usa la palabra “personaje” y “compromiso”: en la cruza de esas dos variables, sucesivas máscaras para sostener una idea, está la vida de este director.
Si le preguntáramos entonces ¿quién es Omar Pacheco?, él tendría una o dos respuestas para darnos: “Yo soy El Negro para mis amigos, Gustavo Ralón para Actores o Argentores y soy Omar Pacheco en el teatro. La familia de mis ex mujeres por ejemplo, me llama Gustavo. Tengo esta especie de gran despersonalización, porque he vivido situaciones complicadas siempre.” La proliferación de nombres tiene una razón evidente. En los años 70 Pacheco participaba en Vanguardia Comunista al mismo tiempo que ya estaba estudiando y probando cuestiones teatrales. Es por la militancia tabicada de aquel entonces, que hasta el día de hoy siguen funcionando algunos de sus apodos: “En los 70 formé el grupo Teatro Acción, donde conocí a mi compañera, que también militaba pero en el Frente Obrero. Ninguno de los dos sabíamos donde vivía el otro. Teníamos un sistema de seguridad hermético, durísimo. Con ellos hicimos una obra que se llamaba Satemeton que funcionó en todas las facultades como un grito de denuncia. Mi compromiso con la cultura estuvo estrechamente ligado a este tipo de práctica. Pude junto con otros artistas trabajar en villas, recorrer el interior del país y formar el MONUC, Movimiento Nueva Cultura, donde adhería gente como Ricardo Piglia y muchos más aunque algunos después lo negaron. Trabajé con Haroldo Conti, con Raymundo Gleyzer, pero durante el gobierno de Lanusse caí preso durante dos semanas y quedé muy mal. Empezó a precipitarse un poco todo.”
Pacheco preparaba con Aída Bortnik una obra para España, cuando en 1978, una reunión fallida fue el detonante de su partida definitiva. “Habíamos quedado con un grupo de artistas plásticos, cineastas, dramaturgos, escritores como Conti en reunirnos en un departamento en Callao y Sarmiento. Con las debidas medidas de seguridad llegué al segundo piso y mi sorpresa fue encontrar una puerta derribada y el enorme cuadro que la enfrentaba, tajeado de punta a punta. No tuve otra reacción que saltar por las escaleras, presintiendo que alguien jadeaba a mis espaldas. Recuerdo haber corrido hasta Rivadavia sin tener noción de cómo hice tan breve tiempo, para verme colgado de un colectivo que pasaba a toda velocidad.” En 48 horas viajaba a Estados Unidos, donde iba a empezar otra historia, de algún modo volver a empezar.
La labor teatral de Omar Pacheco había comenzado en los años 70, con una formación que arrancó en el núcleo duro del realismo para irse muy lejos. Suele contar la anécdota en la que Hedy Crilla, ante las sucesivas e inquietantes preguntas de su joven alumno, le dijo que ella no sabía ni iba a poder completarlas, que él estaba para otra cosa. Ahí se inició un proceso por fuera de las convenciones vigentes en aquel momento. Estudió con Enrique Pichon-Rivière, trabajó con antropólogos, fisiólogos, psicólogos, hizo viajes por comunidades para conocer sus rituales: “De toda esa indagación descubrí que había otro lenguaje posible, que era antagónico al del sistema. Por lo tanto para abordarlo había que encontrar un camino nuevo: ese camino era el desorden, la anarquía, que el cuerpo se exprese, trabajar con estímulos y observar que se producía con todo eso. Si se llegaba a un viaje fuera de lo real, si se perdía en el preconsciente, en otro tiempo y espacio. Si el hombre podía expresar sus deseos más puros. Todo eso fue el punto de partida para llegar a un trabajo que luego fue milimétrico. Pero después hay un largo proceso. De sacar los signos sociales, lo adquirido culturalmente, para encontrar lo neutral. Un camino nuevo, de empezar a ser y no parecerse. No tiene nada que ver con el sistema, ni obviamente con lo que se puede buscar en un casting.”
Lejos de amedrentarse por el exilio, Pacheco continuó su trabajo en EE.UU. Organizó talleres abiertos, creó el grupo Exilio Hoy, que todavía funciona en Connecticut, trabajó como profesor de teatro en el departamento de español y portugués de la Universidad de Yale. La experiencia fue intensa y de mucho intercambio, logró llevar a artistas argentinos como Griselda Gambaro. A principio de los 80 su brújula volvió a apuntar al sur, deteniéndose en Brasil. En San Pablo se vinculó con el grupo de teatro del célebre Augusto Boal conocido por el Teatro del Oprimido, una concepción de un teatro pedagógico que busca la transformación social: “A Boal lo conocía de cuando venía a Buenos Aires. No acordábamos estéticamente, pero sí ideológicamente. Nos unía muy buena onda por eso cuando estuvo en Nueva York combinamos para hacer algo juntos. Cuando fui a Brasil me contacté con su Teatro 0 y estuve trabajando con ellos en Sao Pablo. Después hice un relevamiento de las zonas marginales del norte de Brasil. Fue muy rico, pero yo ya estaba intuyendo otra estética narrativa, otra forma de trabajar con la gente. Tratando de salir del condicionamiento de mi militancia política, de ese rigor de militante de base que además estaba muy dolido con sus dirigentes, porque nos habían dejado, porque nos habían traicionado.”
Dice que en el 82, cuando en Argentina estaba retornando la democracia, decidió volver. Ese año fundó el Grupo Teatro Libre. No podía esperar más. Influido por todas las que había pasado, sus experiencias en el campo popular, experiencias traumáticas, felices, oníricas, viajeras, hasta ese día. “Desde ese momento, todas mis obras están atravesadas por la idea de cuerpo, cómo se pone el cuerpo para poder aprender, para militar y para hacer el amor. Es inevitable el contacto con algo que creo que en gran medida abandonamos, pero que es donde está todo lo esencial.” Sus primeras incursiones teatrales en el retorno al país fueron justamente la calle, el lugar donde se estaba jugando de nuevo la disputa: “El teatro callejero me permitió ver si la gente tenía convicciones y podía construir en un lugar donde era todo adverso, formar un grupo sólido que resistiese burlas, había que fortalecer al hombre. Estuvimos en parques, muchísimas situaciones, aparecían los punks y terminábamos a las trompadas, o la policía y había que rajar. Hacíamos debates, que recién empezaban, la gente todavía tenía miedo. Hacíamos una obra que se llamaba Juan y los otros, sobre la represión en la vida de un chico que finalmente estallaba y se encontraba con el público. Ahí ya empezamos a trabajar con mi método.”
Dejó la calle y se fue a un estudio donde con su Grupo de Teatro Libre empezó a crear obras, un trabajo profundo en el que cada pieza llevaba años de investigación. Así llegaron Obsesiones (1988), Sueños y Ceremonias (1989) en las que buscó una sensibilidad por fuera de lo cotidiano, más ligada al teatro físico, que constituía una poética ligada al simbolismo, en el que cada imagen construida podía ser leída e interpretada en diferentes niveles. En sus palabras la búsqueda era de: “Zonas universales de comunicación”. Hay un orden metafísico, trascendente al que apela su teatro, que está por completo separado de la realidad y por eso permite iluminarla de un modo nuevo. En esa línea llegó la elogiada trilogía del horror: Memoria (1993), Cinco puertas (1997) y Cautiverio (2001) donde a la carga metafórica se le sumaba una referencia a la historia argentina reciente en puestas inolvidables para quienes las presenciaron: un juego magistral de luces, espejos, destellos, en el que se entreveía un tipo de actuación difícilmente anclable, gritos y susurros, imágenes patéticas, de cuerpos desnudos, rapados que desaparecían imprevistamente en la oscuridad.
Todas estas obras fueron estrenadas en su propio teatro, interpretadas por los actores formados con su entrenamiento, que luego pasó a llamarse Teatro Inestable, pensadas a partir de una concepción ideológica y teatral que defiende a capa y espada. Aunque no sea fácil: “Yo siempre estuve en una postura en la que no tengo nada que ver con nadie, casi ni siquiera con colegas. Trabajo en mi espacio, todos los días, aunque no tengo visibilidad. Soy un francotirador. Pero yo tengo un espacio, tengo un tipo de teatro y una convicción que es absolutamente diferente a cualquier otro. Que no es elitista, ni para intelectuales. Cuando vino Carta Abierta no entendió nada, cuando vino la Villa 21 entendió absolutamente todo. Es una zona de emoción y sensibilidad que se ha olvidado y por ahí la conserva la gente más pura y honesta, por ahí con menos instrucción, pero que se deja atravesar más fácilmente.”
Para sostener económicamente su espacio Pacheco tuvo que hacer distintas cosas, como armar ARTEI (Asociación Argentina de Teatro independiente) para nuclear y armar una línea de defensa de los pequeños teatros. También trabajó como director en la calle Corrientes (fue el director de entre otras Tanguera y Nativo, piezas de las que reconoce su gran éxito de público), dar clases, alquilar su sala. La tarea es grande y continua.
Por eso es que cuando se le consulta por los planes que tiene para este año, como si todavía no se hubiera logrado entender la clase de director que es Omar Pacheco, y se le pregunta un poco convencionalmente si va a hacer alguna reposición, él responde muy serio: “No. Voy a hablar de la muerte. Va a ser una obra con un viaje especial, donde desde un plano onírico va a estar mezcladas tres estéticas. Por un lado lo clerical como hecho simbólico. Luego una construcción que va a tener que ver con las cosas que mata el sistema. La muerte que tiene una presencia inasible, intangible en nuestra sociedad. Y por último va a haber un Ser al que no se le permite morir, que tiene el peor castigo, que es la eternidad. Todo en el terreno de los simbólico, pero sin ser críptico. Vengo investigando en el tema desde hace cuatro años. Trabajando mucho a partir de sueños. La obra se llama La ultima vida.” Hace un silencio, sonríe y cierra: “Quizás tenga que ver conmigo.”
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