Domingo, 17 de junio de 2007 | Hoy
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Una actriz y dramaturga elige su película favorita: Verónica Schneck y La ciénaga, de Lucrecia Martel
Por Veronica Schneck
Con La ciénaga (2000), Lucrecia Martel (Salta, 1966) plasmó un retrato único en el cine argentino de la clase media alta de provincias venida a menos, a través del encuentro de dos familias, y en especial de los personajes de Mecha (Graciela Borges) y Tali (Mercedes Morán). Con un trabajo de cámara y una precisión infrecuentes, La ciénaga transmite el sopor de la siesta junto a la pileta, y una sensación de peligro latente aun en aquellos momentos y lugares en los que parece no pasar nada (así como cuando narra las tardes de los chicos que, liberados del ojo adulto, se bañan en los esteros o se van de caza al bosque).Antes de La ciénaga, su debut en el largometraje, Martel se había destacado entre los prometedores directores de la primera edición de cortometrajes Historias breves (1995) con Rey muerto. Producido por Lita Stantic, su primer largo fue recibido por la crítica y los festivales internacionales como una de las películas fundamentales del Nuevo Cine Argentino. Luego, Martel filmó La niña santa y actualmente prepara su tercera película, La mujer sin cabeza.
Vi La ciénaga en el cine cuando se estrenó. Me dejó en un estado flotante, parecido al de la película. Después la vi en video muchas veces. Hay algo muy inquietante ahí, una percepción especial de los tiempos y del mundo. Y en los tonos. Es una película que me obsesiona. Una vez para la facultad hice un trabajo muy teórico para la materia de Ana Amado –con quien comparto la obsesión por la película– que incluía un desglose de la primera secuencia, plano por plano: los adultos en la pileta, los culos, la celulitis, las panzas; todo lo que “no se debe” mostrar en primer plano. Hermoso. La película toda es como un resto. Un margen. Un estar-ahí. Las situaciones no terminan, las frases no concluyen.
Me atrae mucho el punto de vista de los chicos que trabaja Martel. Por las clases de teatro para chicos que doy, estoy en permanente contacto con ellos, y me parece increíble el modo en el que en La ciénaga se dividen los mundos: es un mundo quebrado entre chicos y adultos, y hay una ganancia total en la complicidad que se establece en el mundo de los chicos. La pregunta que subyace siempre es qué pueden percibir ellos de la escena adulta.
Después hay una línea tremebunda que es la de la creencia mítica en torno de la aparición de la Virgen. En la película Dios ocupa el lugar en el que los adultos ponen todo lo que no pueden explicarse. Y en cambio para los chicos, ese lugar es el de la anécdota, no hay un sentido detrás sino simplemente la creación de un relato. Después de la muerte del nene, Momi, una de las chicas, dice: “Fui a ver a la Virgen”. “¿Y?”, le pregunta la otra. “Y no vi nada.” El respeto que tiene la cámara por el punto de vista de los chicos es muy poco frecuente. Es como si el adulto fuera obligado a mirar el punto de vista del chico, construido por un adulto, sí, pero sin velarlo. Me resulta emotiva esa capacidad de dejar ver lo terrorífico del mundo infantil, eso es lo interesante: la mezcla loca entre la ingenuidad y la producción de terror.
Hay un registro muy verdadero en los tonos de los chicos: cómo hablan, cómo disgregan, cómo una frase termina en un gesto y se transforma en otra cosa. Y en contraposición hay planos muy construidos, casi esculturales: la madre y el hijo en la cama o todos amontonados en el colchón (el perro, los hijos, la madre, los primos). Son encuadres que cortan los cuerpos.
Entre todos, me mata el nene chiquito de la película, Luchi. Tiene eso que hace que me atrape tanto observar a un niño. Ese parpadeo lento. Y a veces se queda sin respirar y no se sabe si juega y provoca, o si padece. Esas cosas las veo todo el tiempo en los chicos. Hace poco estaba dando una clase de teatro en primer grado. Un nene se había distraído y le miraba la bombacha a una nena. Escuché que le dijo: “Se te ve la bombacha”. Ella no respondió ni se tapó. Le pedí al nene que me escuchara (¡por dentro aguantaba la risa y celebraba su comentario!). Al rato de nuevo: “Tiene osos la bombacha”. Ella no se tapó y le respondió fríamente: “No son osos”. Yo seguí explicando el ejercicio y más tarde, mirando de nuevo, el nene dijo: “Los osos tienen anteojos”. ¡Estaba mirando mucho! Es una escena algo peligrosa donde se trazan el deseo, la vergüenza, la provocación, y a la vez son tan chiquitos que eso es solamente eso. No hay ningún otro sentido. Todo este tipo de escenas están en la narrativa de La ciénaga.
Entre todas, me gusta la escena en la que todos bailan. Con los chicos pasa eso: llega un momento en el que hay que bailar. No hay más palabras y se impone el baile. Todo se mueve de alguna manera porque están la música y el cuerpo. Hay otra escena en que están en un negocio y una de las pibas llama a “El Perro”, el novio de la empleada, para que se pruebe una remera. Lo que se narra son las miradas incómodas porque el novio muestra el torso desnudo a las hijas de la ama. La escena cierra con la piba diciendo “Es mídium”, pronunciado en inglés. Y eso es todo: las miradas, la incomodidad y el dato de un talle de remera.
Durante los ensayos de Nos tenemos a nosotras mismas hice ver a las chicas que actúan fragmentos de La ciénaga y escuchar los tonos, no sólo de los chicos, también de Mercedes Morán y de Graciela Borges. La obra no tiene nada que ver con esta película, es una obra medio pop donde las chicas juegan en un garaje a matar a la señorita. Pero es un juego peligroso. También en este caso el argumento es una disgregación, un detalle para irse por las ramas. Es una sensación hermosa a veces irse por las ramas.
Verónica Schneck dirige a un elenco de siete chicas de 13 años en Nos tenemos a nosotras mismas. Domingos a las 20, en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960. Reservas al 4862-0655.
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