Domingo, 17 de junio de 2007 | Hoy
CINE > EL SEXO SEGúN JOHN CAMERON MITCHELL
Después de consagrarse como director independiente de prestigio con Hedwig & the Angry Inch, John Cameron Mitchell se lanza a investigar la sexualidad de estos tiempos con escenas totalmente explícitas y técnicas de teatro off. Y el resultado retrata uno de los aspectos más negados y tabúes del presente: la insatisfacción impuesta por la pesada obligación de gozar en sociedades que afirman ya no tener represión alguna.
Por Hugo Salas
En 2001, la adaptación cinematográfica de su exitosa comedia musical Hedwig and the Angry Inch le valió a John Cameron Mitchell –autor y protagonista– el lugar de director de culto. Su desenfrenada anti-fábula sobre un músico de rock que lograba escapar del este berlinés sometiéndose a una fallida transformación de género (que le dejaba entre las piernas la “furiosa pulgada” del título) tenía las dosis justas de música, desenfado, ironía e imaginería retro-glam y post-punk necesarias para convertirse no sólo en una película interesante sino también para garantizar su viabilidad dentro de un circuito específico: el indie, con sus festivales, premios y señales de cable a medida.
La apuesta de Shortbus, su segundo trabajo, es osada desde la primera escena, en que un vertiginoso travelling aéreo sobre una Nueva York de cartón pintado conecta tres situaciones. En la primera, un chico se contorsiona hasta que le resulta posible autocomplacerse oral y manualmente, mientras su vecino de enfrente, anonadado (¿quién no?), lo espía con ayuda de un teleobjetivo. En la segunda, una dominatriz somete a su curioso, adinerado e irritante cliente. En la tercera, por último, una pareja heterosexual prueba múltiples y acrobáticas posiciones en distintos rincones de su departamento. Las escenas, por suerte, carecen del tono eufemístico de este párrafo, y Mitchell las lleva hasta sus últimas consecuencias o –cabría decir– hasta su consecuencia última, momento fundamental en que la película traza su distancia con la pornografía: lejos de retratarlo como el instante supremo, el fin absoluto, aquí luego del orgasmo el tiempo sigue, la vida sigue, y sobrevienen distintas emociones, ligadas al vacío, la soledad y la insatisfacción.
Podría decirse que, más allá de estas escenas explícitas, que por momentos (si uno se olvida de todas las veces que esto se hizo “por primera vez”) podría hacerla parecer un ovni –entre ellas, la del trío homosexual que descubre las virtudes de cantar “The Star Spangled Banner”, el himno estadounidense, como estimulador anal–, Shortbus se inscribe claramente en el género de películas corales sobre la soledad en las grandes ciudades, al estilo de Magnolia (de Paul Thomas Anderson) o 21 gramos (Alejandro González Iñárritu). Sin embargo, lo novedoso es justamente el grado de presencia de la sexualidad como problema o, si se quiere, el modo en que los actores le ponen el propio cuerpo a la sexualidad de los personajes, aporte que el director trae justamente de su participación en la nueva generación del indie –con su preocupación obsesiva por el propio cuerpo, el registro de sí mismo y el discurso en primera persona (de hecho, hay un cameo de Jonathan Caouette, el director de Tarnation, de la que Mitchell fue productor ejecutivo junto a Gus van Sant, indiscutible animador del grupo)– e, indudablemente, de su experiencia en el teatro off.
De hecho, la trama y la construcción de los personajes son el resultado de un trabajo de improvisación a lo largo de un año, método que en determinado momento le funcionara a Mike Leigh (Secretos y mentiras). El resultado, no obstante, es completamente distinto: en Shortbus no conduce a una mayor profundidad de los personajes, ni siquiera a un alto grado de credibilidad, sino más bien a sacar a flote lo extremadamente estereotipado e inauténtico de la vida contemporánea misma. En sus actores elegidos por casting, fuera del circuito más profesional, Mitchell parece no haber buscado la singularidad sino más bien lo ordinario, lo corriente.
Logra, así, que su película retrate uno de los aspectos más negados y tabúes del presente: la insatisfacción en sociedades donde –al igual que en el extraño local donde los personajes se entretienen en diversas prácticas sexuales– se proclama (falazmente) la eliminación de toda represión posible, hasta hacer del goce una obligación. En gran medida, sus personajes son prisioneros de un sistema cultural que esconde, tras la supuesta liberalidad, un alto grado de sujeción, como bien lo demuestra la repetición, sobre sus rostros y cuerpos, de los parámetros de belleza estandarizados, como si fuera casi una obligación cumplir con ellos para insertarse en la trama social.
A principios del siglo XX, Freud sorprendió a la humanidad argumentando que la mayor parte de los lazos sociales no eran más que un modo sublimado de satisfacer impulsos sexuales. Esta hipótesis dio lugar, particularmente en los ’60, a una ideología que creyó encontrar en la eliminación de toda represión y en la restitución del deseo, la liberación total del individuo. El intento, según Mitchell, habría tenido un curioso resultado: en vez de liberarse efectivamente el deseo, la actividad sexual terminó convirtiéndose en el reemplazo de la vicaria satisfacción que antes se esperaba hallar en los lazos sociales. En el encuentro casual, la situación oscura y errónea, en la obligada ambigüedad donde todo vale (al precio, justamente, de ya no valer nada), la satisfacción sexual se ha vuelto el mero señuelo del imposible abrazo, la caricia, del contacto humano, de sentir –como dice uno de los personajes– “algo”. De un modo tal vez reduccionista, Shortbus encuentra la explicación de este fenómeno en la infancia dañada; así, la vida sexual contemporánea procuraría satisfacer demandas infantiles de protección, satisfacción y cuidado a las que nadie ha sabido o querido dar respuesta.
Desde este punto de vista resulta ligeramente decepcionante su final epifánico, en que la tensión se resuelve y parece que todos fueran a encontrar algo de lo que buscan allí donde lo procuran equivocadamente. En esta concesión, que puede leerse también como un volantazo de último momento hacia la comedia romántica, no dejan de advertirse las limitaciones del indie, que por más indie que sea jamás olvida la existencia de su propio mercado de espectadores, uno que no parece dispuesto, al fin y al cabo, a cuestionarse sus propias condiciones de existencia.
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