Domingo, 2 de marzo de 2014 | Hoy
FAN › UNA ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA: LIV SCHULMAN Y COSMOS 2001, DE BORIS ACHOUR
Por Liv Schulman
Mi fanatismo siempre irá hacia Cosmos 2001, de Boris Achour. Es la primera pieza del proyecto Cosmos, compuesto por una serie de instalaciones que giran alrededor del proceso de asociaciones absurdas e ideas presentes en la novela homónima de Witold Gombrowicz. En el Cosmos de Gombrowicz, los dos protagonistas hacen un viaje por Polonia, y en ese menester van descubriendo una serie de pistas que a simple vista no son nada pero que juntas se convierten en una economía de sentido. Un par de labios, una pierna, un palito, una tela de araña. Un hombre colgado, un gato colgado, un gorrión colgado, son episodios que se superponen a lo largo del viaje generando así una búsqueda paranoica de sentido sobre los orígenes de la realidad.
Cosmos 2001 es una especie de cabeza gigante cortada, dada vuelta y con una prominente nariz, sin ojos, sin boca. Está pintada de una suerte de gris rosado comúnmente llamado Color Piel, o Color Innoble que Nunca Hay que Usar. Parece la cabeza de Tintin, sólo que dada vuelta.
Recuerdo la primera vez que la vi, tenía 19 años y no estoy segura de si hubiera sentido lo mismo diez años más tarde; lo cierto es que lo que más nos impacta es lo que no entendemos. Estaba de visita en el Pompidou, en ese momento yo ya vivía en Francia. La cabeza daba vueltas lentamente sobre su propio eje y ejecutaba una rotación equivalente a la de la Tierra. Con una voz masculina, que parecía salir de la bola misma, tarareaba (en realidad murmuraba)... ¡una lambada!
Era el momento en que un mundo de misterio se abría ante mí. El arte hasta ese entonces había sido elegancia, lógica, belleza, seriedad, solemnidad y esto parecía hablarle al inconsciente del mundo. Su aire vagamente planetario, el recuerdo de una melodía que conocía la humanidad entera... y se llamaba Cosmos. Cosmos era el sentido secreto con el que nacemos todos, era la sabiduría de los objetos cotidianos, la importancia de la estupidez. Era el cosmos de afuera y el de adentro, la pluralidad interior que refleja el universo. No era una obra fácilmente explicable, pero me enseñaba algo sobre el sentido mismo. La cabeza ciega y giratoria, como una cosa idiota y a la vez autocelebrada me llenaba de esperanza festiva sobre lo que podía llegar a ser el arte. Y era del año 2001, un momento cósmico, totalizante, que remitía a Odisea del Espacio; no podía parecerme menos que atrapante.
Recuerdo haberla visto en una sala con bastante luz, la lambada sonaba bajito y había que acercarse bastante para oírla. A lo largo de los años que siguieron tuve la oportunidad de ver varias obras de Boris Achour, sin darme cuenta de que eran de él porque eran todas de estilos muy diferentes. Prevalecía la manera de asociar ideas, la arrogancia absurda que a mí me parecía inteligencia. Cuando al final descubrí que varias de las obras sueltas que me encantaban pertenecían todas a la misma persona, aprendí otra lección muy valiosa sobre la cuestión del estilo: no era necesario tener uno, las ideas son lo que cuenta. Todo podía ser muy diferente y estar bien mientras se mantuviera la coherencia mental. Y ni siquiera.
Conocí al artista mucho más tarde, en la escuela de arte, donde se había convertido en un muy temido profesor de arte. Era amargo y desagradable, bastante imposible de complacer y convencer y abusaba de su poder profesoril. Pero más allá de eso, el personaje y la inteligencia que desplegaba en los mundos que iba creando me fascinaban. Todavía hoy en día todo lo que hace Boris Achour prevalece para mí en el terreno de la fe: al arte hay que pensarlo desde la imaginación para que exista. Me recuerda el legado de Filliou, un artista que declaró en su Principio de Equivalencia que las cosas existían en igual medida en la imaginación y en la realidad, en la concreción y en el deseo, en la miseria y en la abundancia. Prácticamente, Cosmos 2001 sonaba como un casamiento; un “hasta que la muerte nos separe”.
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