Domingo, 2 de marzo de 2014 | Hoy
TEATRO II Se estrenó en Buenos Aires Al final del arco iris, la pieza del dramaturgo inglés Peter Quilter que repasa los últimos días de Judy Garland, una de las más talentosas y trágicas estrellas del siglo XX. Con puesta en escena de Ricky Pashkus y dirección musical de Alberto Favero, la verdadera estrella de la obra es la exquisita Karina K, que recrea la fibra y la emoción de Garland con una soltura envidiable, una fuerza arrolladora y una entrega verdaderamente épica.
Por Paula Vázquez Prieto
A principios de 1969, el club londinense The Talk of The Town se preparaba para recibir a Judy Garland. Una serie de conciertos que durarían cinco semanas habían sido programados por su agente y nuevo pretendiente, y la expectativa era enorme. Para la prensa sedienta de escándalos, no se trataba de ver a la joven Dorothy de El mago de Oz en pleno esplendor, sino que el alimento principal de tanta ansiedad era el morbo que despierta la caída de quienes una vez fueron dioses. Judy Garland venía atravesando momentos difíciles en su vida personal y profesional: su participación en la película El valle de las muñecas (adaptación a la pantalla del best seller de Jacqueline Susan) finalmente había sido cancelada por la 20th Century Fox debido a sus reiteradas ausencias; en sus últimos recitales en Nueva York aparecía desmejorada, algo confusa, y ataviada con los trajes de lentejuelas de esa misma Helen Lawson que nunca llegaría a interpretar (la Fox la reemplazaría finalmente por Susan Hayward, pese a que ya había grabado la canción principal de la película, I’ll Plant My Own Tree), y mientras su último matrimonio terminaba en divorcio y lidiaba con severos problemas de salud por su adicción al tabaco y a las pastillas, ya se la veía acompañada por el joven Mickey Dean, quien sería su quinto y último marido. El panorama la hacía presa ideal para las fieras, para los rumores y los comentarios tras bambalinas. Sin embargo sus fieles seguidores estaban ahí por otros motivos. Sentados en la primera fila, con los ojos llenos de ilusión: para ellos Judy Garland era la gran cantante pop que había dado el siglo XX.
Célebre por una niñez devastada por las feroces ambiciones de su madre, por la presión de Hollywood para cumplir con las rutinas de los extenuantes rodajes y con la imagen estilizada y virginal que se esperaba de ella, y por su propia fragilidad, que la hacía vulnerable a las miradas externas y los castigos autoimpuestos, Judy había encontrado demasiado oscuro ese mundo en technicolor que prometía Oz al final del arco iris. Atrás había quedado la niña prodigio, la esposa de Vincente Minnelli, la estrella femenina del musical de los ’40. Tras ser despedida de la Metro Goldwyn Meyer (dejando inconclusa la película Annie Get Your Gun en 1950 por sus constantes faltazos y berrinches), su carrera cinematográfica naufragó hasta el arribo de Nace una estrella (1954), drama casi autobiográfico (aunque en verdad inspirado en la vida de Barbara Stanwyck y la relación tumultuosa con su primer marido, Frank Fay) sobre la fama y la necesidad de conservarla. Luego de esa revancha llegaría la televisión, los shows en los teatros y hoteles, los amores interrumpidos, la dependencia de las drogas psiquiátricas, el miedo al olvido y la necesidad de sobrevivir.
En los últimos momentos de esa vida atravesada por los éxitos y los excesos, se inicia Al final del arco iris, la obra del inglés Peter Quilter (versionada por Fernando Masllorens y Federico González del Pino), con puesta en escena de Ricky Pashkus y dirección musical de Alberto Favero. Estrenada hace unas semanas en Buenos Aires, en el Teatro Apolo, el recorrido por los días finales de Judy Garland en Londres encuentra la mejor consagración en la figura de la exquisita Karina K, quien recrea la fibra y la emoción de la estrella con una soltura envidiable, con una fuerza arrolladora y con una entrega verdaderamente épica. Herida y resistente al mismo tiempo, la Judy de esta puesta teatral emerge entre los restos de su propia historia como la artífice de una proeza homérica, lúdica en su recorrido del escenario, histriónica e hiperquinética en su habitación del Hotel Ritz. Caprichosa, infantil, impredecible, su humor contagia los vaivenes de los decorados, los juegos de luces, los tonos de las canciones: inmersa en un torbellino de frustración y perseverancia, Karina humaniza a Judy tanto en sus grandezas como en sus miserias.
Convertida en un icono gay por su derrotero trágico y su vocación transgresora, la Judy mitificada tras largos años de ausencia reaparece, con la voz grave y rasgada por sus más íntimos dolores, en el centro de un dilema: dos hombres la disputan, disputan su cuerpo extenuado de tantos andares y disputan también la pertenencia de su recuerdo. Ellos son el mismo Mickey Dean (interpretado por Federico Amador), su amante atlético y casi vampírico, y Anthony, su pianista y devoto confidente (un Antonio Grimau carnal, tan amanerado como le permite el carácter ficcional de su personaje). Entre ambos late la llama de una disputa que excede la tensión amorosa y que se convierte en la lucha por la apropiación del mito, por la conquista de la inminente trascendencia de una figura que ve sellar su ideal al mismo tiempo que se extingue su vida. Tal vez Anthony represente la mirada del mismo creador sobre esa historia, aunque no sea sólo Peter Quilter sino todos los que aman y anhelan un poco de esa presencia: el mismo Pashkus con las luces de su puesta o Favero con la magistral adaptación de aquel repertorio clásico. Tal vez las últimas palabras de Anthony hacia los llorosos espectadores de ese final tan trágico como anunciado sean el último lazo con esa audiencia extasiada por su propio fanatismo, y melancólica en el obligado gesto de despedida. Quién lo sabe.
Lo que sí sabemos es que esa nostalgia por aquellos tiempos felices construidos por los tersos engranajes del artificio, por los años en MGM con los Munchkins de El mago de Oz, por los bailes de El pirata junto a Gene Kelly, por la canción del tranvía en La rueda de la fortuna, por los conciertos en el show de Ed Sullivan, por los dúos con Frank Sinatra, vive como un fantasma omnipresente junto a los actores de la puesta porteña. Está ahí, oculta entre los cortinados, dispuesta a escaparse cuando se levanta el telón en cada nueva función. Esa misma nostalgia que impulsa a Karina K en el ensayo de cada uno de sus gestos, en la forma de tocarse el pelo con la mano izquierda, en las muecas y la inclinación imperfecta de sus piernas, la misma que evoca aquel espíritu único, hoy ya parte del pasado. Un pasado donde bastaba la presencia de la diva solitaria sobre el escenario, con un micrófono de cable largo y el humor ácido e ingenioso de los intervalos, desprovista de ejércitos de bailarines y sofisticados vestuarios, sola allí junto al piano, con su voz potente y su existencia desgarradora.
Al final del arco iris se puede ver los miércoles, jueves y viernes a las 21, los sábados a las 20.30 y domingos a las 22.45 en el Teatro Apolo, Corrientes 1372. Entradas desde $ 180.
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